Queridísimas lectoras:
Han pasado casi dos meses desde que os escribimos por última vez. ¿Cómo estáis? ¿Cómo ha ido el verano? Esperamos que hayáis podido descansar y que, independientemente de lo que hayáis hecho estas semanas, volváis a septiembre con algo más de energía. En esta carta queríamos explorar precisamente este paso de las vacaciones a la realidad, el tránsito de unas realidades (también espaciales) a otras. De manera excepcional (aquí cada una lee hasta donde le da la gana), os pedimos que os quedéis hasta el final. Tenemos algo que contaros.
En el que quizás sea el soneto más famoso de Shakespeare, el 18, encontramos la presencia efímera del verano:
Shall I compare thee to a summer’s day?
Thou art more lovely and more temperate.
Rough winds do shake the darling buds of May,
And summer’s lease hath all too short a date.
¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.
El verano se acaba demasiado rápido, y nosotras nos preguntamos: ¿Cómo habéis llevado el movimiento entre realidades distintas? Os planteamos esta cuestión porque este verano, como muchos otros, hemos pensado sobre lo que supone movernos de unos lugares a otros, tener que aterrizar en ellos y abandonarlos más tarde. Llegar a otro lugar, con otras personas, otro entorno, otra realidad. Una realidad quizá solo habitada en los agostos de toda una vida. O los fines de semana. ¿Coinciden las personas de vuestra realidad vacacional con las de la vida cotidiana? ¿No consisten las vacaciones justamente en el alejamiento de esa vida? Os dejamos un trocito de La montaña mágica donde se reflexiona acerca de lo que supone cambiar de aires o viajar al lugar de recreo:
“Los primeros días de permanencia en un lugar nuevo transcurren a un ritmo juvenil, es decir, robusto y desahogado [...]. Pero luego, en la medida en que uno se “adapta”, comienza a sentir cómo se van acortando; quien aprecia la vida o, mejor aún, quien desea apreciarla, percibe con horror cómo los días se van haciendo ligeros y fugaces de nuevo, y la última semana [...] posee una rapidez y fugacidad terribles. Evidentemente, el rejuvenecimiento de nuestra conciencia del tiempo se hace patente al salir otra vez de esta nueva rutina y se manifiesta cuando retomamos nuestra vida de siempre. Los primeros días en casa después de haber estado fuera nos parecen también nuevos, desahogados y juveniles, pero eso es sólo al principio, pues uno se acostumbra más deprisa a la regularidad que a su interrupción, y cuando nuestro sentido del tiempo ya está marcado por la edad [...], al cabo de veinticuatro horas, es como si nunca nos hubiésemos marchado y el viaje no hubiese sido más que el sueño de una noche”.
¿Cómo vivís vosotras la llegada, estancia y abandono de los lugares? ¿Cómo es vuestro aterrizaje en “la vida de siempre”? A nosotras muchas veces nos resulta doloroso este proceso, como si el salto entre realidades implicase adaptar lo que somos a los distintos contextos. Como si hubiese una especie de desdoblamiento en ese paso de la regularidad a la interrupción. Este paso es también un tránsito entre distintos espacios: hay una diferenciación espacial. Yaara Benger Alaluf en el libro Capitalismo, consumo y autenticidad identifica esta diferenciación con respecto a la industria de la producción de la relajación. Abandonamos unos espacios y llegamos a otros, las vacaciones son muchas veces un movimiento a otro lugar. Implican un viaje, un desplazamiento a lo diferente. Benger considera que las vacaciones “son un lugar diferente, distinto del mundo real que quedó allá en casa”. ¿Cómo vivís ese abandono del hogar? ¿Sentís euforia o melancolía?
El movimiento que más se produce durante las vacaciones es el de abandonar la urbe. La ciudad suele ser concebida justamente como ese “mundo real”. Es habitada en el día a día, siendo un lugar para la residencia, el ocio y el trabajo. Sin embargo, en el tiempo libre urge abandonar la ciudad espacial, cruzar sus (confusos) límites y buscar otros espacios en los que descansar. Simmel consideraba que la individualidad propia de las metrópolis se caracteriza por “la intensificación del estímulo nervioso”. La ciudad produce respuestas emocionales concretas: es el reino de la diversidad, la libertad y el anonimato, pero también del estrés, el peligro y la suciedad. Al relacionar la vida en las ciudades con el caos, efectos físicos negativos por la contaminación (cada vez más) y efectos psicológicos negativos (ansiedad, estrés, nerviosismo), se hace obvio que un alejamiento físico podría paliar estos efectos. Con este alejamiento se busca la relajación que no parece ser posible en la ciudad. Se busca el silencio, respirar aire limpio, descansar. Para ello, hay una industria denominada por Benger “de la relajación” o “del confort” encargada de producir estas respuestas emocionales. Determinados espacios se producen, moldean y diseñan para ello: los estados emocionales tienen también una dimensión espacial.
El mar se presenta como un lugar privilegiado en el que huir del estrés: “Sus aguas nos llevan a conectar con el momento y con nuestros cinco sentidos, además de ayudarnos a conciliar mejor el sueño y favorecer la creatividad y la felicidad”. También la naturaleza: “Ir de turismo rural significa un contacto directo con la naturaleza. Pasear por la montaña, descubrir ríos y valles, y tener como único sonido de fondo el canto de los pájaros, es un lujo que valorarás enormemente en cuanto lo descubras por primera vez” (frases que salen si buscas en Google “vacaciones mar / montaña” y cosas así). No creemos que mirar el mar o pasear por la montaña sea malo intrínsecamente. El problema es que estas realidades se presentan como hechas para descansar, desconectar y huir del estrés. No son concebidas como espacios habitados y vividos por personas regularmente (como parte del “mundo real”), sino como lugares a los que se puede escapar puntualmente. Según Benger son “una región intacta, colocada fuera del tiempo y del espacio, una isla de autenticidad” donde podemos huir del calor y la ansiedad.
Nos preguntamos qué consecuencias tiene convertir determinados espacios en paraísos explotados únicamente unos días al año. De hecho, quizá deberíamos pensar en cómo nos relacionamos con los espacios vacacionales y preguntarnos si es deseable esta industria encargada de producir la relajación. Para ello es fundamental valorar qué concepción del espacio queremos defender. Tradicionalmente se ha entendido el espacio como receptáculo vacío o geométrico que se caracteriza por ser inteligible, definitivo, neutral, inmutable o transparente. Es simplemente un escenario de fondo en el que tienen lugar, por ejemplo, movimientos de población. También en el ámbito filosófico se ha mantenido una concepción del espacio relacionada con lo matemático, físico o geométrico: como una categoría más.
Os dejamos esta obra de Edvard Munch titulada Encuentro en el espacio, relacionada con esta concepción tradicional que relaciona el espacio con lo cósmico.
Sin embargo, algunos autores (como H. Lefebvre, D. Harvey o E. Soja) han reivindicado una concepción del espacio como vivido, como campo de acción relacionado con la realidad y práctica sociales. Por ejemplo, George Perec nos invita a reparar la importancia que el espacio tiene en el desarrollo de nuestras vidas:
“Vivimos en el espacio, en estos espacios, en estas ciudades, en estos campos, en estos pasillos, en estos jardines. Parece evidente. Quizá debería ser efectivamente evidente. Pero no es evidente, no cae por su peso”. Especies de espacios.
El peligro que entraña ignorar estas cuestiones es pensar que el espacio no es producido por un determinado orden social. Fomenta según Lefebvre la ilusión de que el espacio es natural, no producido ni gestionado a través de los valores y creencias de una sociedad. Así, no es inocente la concepción de los grandes centros urbanos como lugares dinámicos económica y culturalmente (donde es deseable residir y cosechar éxito laboral) y de las periferias como lugares que visitar para descansar. Responde a un sistema donde priman las vidas-trabajo (te queremos Zafra) y que necesita de un aparente descanso para que las personas puedan respirar un momento y seguir trabajando después. Los espacios vacacionales son medios para un fin: el mantenimiento del orden social. Son los lugares de recreo de los citadinos, destinos turísticos y residenciales.
Esto es especialmente alarmante en el caso del medio rural español, uno de los destinos vacacionales por excelencia. Durante el mes de agosto el número de habitantes de muchos municipios de España se multiplica. Se preparan fiestas, verbenas, comidas populares, excursiones y campeonatos diversos para entretener a aquellos que vienen de fuera. Se cortan carreteras para que los veraneantes puedan pasear tranquilamente, se refuerzan los servicios, se alteran las dinámicas que suelen ser normales el resto del año. Durante estas semanas se vincula continuamente a estos lugares con experiencias emocionales concretas como la nostalgia del pasado (las infancias en los pueblos) y la relajación (siestas interminables, silencio, fresquito por la noche, bailes en la verbena). Se idealiza esa vida porque nadie repara en cómo sería vivir allí en diciembre: el pueblo se acaba la última semana de agosto. “Se acaba”. No existe más, desaparece. Sin embargo, sabemos que el pueblo no se acaba solo porque el visitante se vaya. El pueblo seguirá ahí el resto del año, durante el otoño y el invierno, con sus habitantes de siempre teniendo que recorrer muchos kilómetros para poder llegar a un hospital.
Es problemático concebir los espacios de vacaciones como lugares paradisíacos donde simplemente recargar las pilas, porque esto no hace otra cosa que convertirlos en productos de consumo. Foucault, que le prestó atención a los espacios en los que rara vez pensamos como partes integrales de la sociedad, los llamados “emplazamientos de parada provisional”, nos llama la atención en su texto Espacios otros para que reflexionemos acerca del papel que cumplen en nuestras sociedades estos espacios que parecen salir de la normalidad. Denomina “heterotopías crónicas” a aquellos lugares vinculados a un tiempo pasajero y crónico. Un ejemplo de ello es la aldea vacacional: “Esas aldeas polinesias que ofrecen tres semanitas de desnudez primitiva y eterna a los habitantes de las ciudades”. ¿Qué nos ofrecen las aldeas de Ávila, Teruel, Soria o Zamora? ¿Unas semanitas de relajación primitiva y eterna, de noches largas y frescas? ¿Las concebimos como teniendo entidad y existencia propias más allá de su papel como lugares turísticos y residenciales? ¿Acudirán los veraneantes a las plazas de los pueblos en otoño cuando haya que luchar contra el cierre del centro de salud local? ¿Volverán a las playas para limpiarlas y cuidarlas?
En su libro “Los nombres propios”, que ambas hemos leído este verano y que nos ha dejado atravesadas, Marta Jiménez Serrano parece entender muy bien de qué manera poblamos los espacios de aquello que llevamos dentro. La casa de su abuela, la piscina donde pasa los veranos de niña y que conforma los límites de su mundo veraniego se vuelve más adelante una prisión, cuando de adolescente espera los mensajes que le envía un chico de la ciudad con el que ha sufrido una historia de desamor. ¿Qué nombres propios les damos a los espacios de descanso? ¿Los poblamos, como la protagonista, de lo que queremos ver o nos esforzamos por imaginar cómo serán cuando nosotras no estamos ahí? ¿Conocemos los nombres propios de los habitantes reales de estos lugares sin cuya presencia esos espacios no existirían?
Identificamos así dos problemas:
El primero, que entendemos como problema de fondo, es el concebir el espacio como un escenario. El espacio se produce y por tanto se puede transformar. En cambio, si lo concebimos como un escenario le quitamos la posibilidad de intervención y lo consumimos pasivamente. Asumir que el espacio se puede transformar implica asumir también que tenemos una responsabilidad para con los espacios que ocupamos.
El segundo, que se deriva del primero, es el de convertir ciertos lugares (como los de descanso) en realidades paralelas idealizadas que no forman parte del mundo real. Son espacios que nunca elegiríamos para vivir, solo los utilizamos para huir de nuestra vida [de mierda].
La farsa colectiva de hoy es pensar que residir temporalmente en un lugar es lo mismo que habitarlo. Lefebvre distingue entre el habitar y el hábitat: habitar implica conocer el lugar, tener cierto arraigo, mostrar interés por él, participar de su transformación y su cuidado, mientras que entender un espacio como hábitat es simplemente arrastrarte por él, atravesarlo pasivamente, sin dejar que te atraviese.
Estos días hemos visto a mucha gente volver a la famosa canción de Luna Ki que dice: “todo cambiará cuando llegue septiembre”.
No sabemos si esto es así. Si bien es cierto que septiembre parece augurar nuevos comienzos, luego todo lo que huele a cambio se desvanece apenas entramos en la rutina (sucede lo mismo en enero). Este septiembre es para nosotras un septiembre raro, porque es el primero de nuestras vidas en el que no volveremos a una clase. No habrá lecturas obligatorias, ni reencuentro con profesores, ni exámenes al final del trimestre. No nos sentaremos en un aula mientras alguien nos explica cosas desde la tarima. Aun así, el nuevo curso siempre está presente de alguna manera y, como no tenemos aula a la que regresar y no sabemos bien qué nos deparará el futuro, hemos decidido “tomar las riendas de nuestro destino”, como diría algún libro cutre de autoayuda. Hemos decidido que lo que verdaderamente queremos es trabajar en Punzadas. ¿Qué sería mejor que hacer de este proyecto nuestro trabajo? Lo que queremos es eso: leer, investigar, escribir cosas que os puncen, grabar episodios de Punzadas Sonoras que os acompañen en el metro y en el campo, seguir organizando encuentros entre lectores y autores y sobre todo, seguir aprendiendo.
Para poder hacer esto y que sea viable hemos decidido abrir un Patreon (es una plataforma donde podéis convertiros en mecenas del proyecto a cambio de contenido y actividades exclusivas) con cuatro niveles de suscripción donde, si queréis, podéis pasar a formar parte de una manera más activa en esta comunidad (o este país, como nos gusta llamarlo). Obviamente, todo lo que hemos hecho hasta ahora (estas cartas y el podcast) seguirá siendo gratis. PERO, si queréis darnos algunos de vuestros euros (o dólares o pesos o coronas) podréis venir a un montón de cosas que vamos a organizar. Hemos propuesto CUATRO niveles de suscripción:
Nivel Georgia O’Keeffe - 3€
Nivel Joan Didion - 5€
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Nivel Roland Barthes - 10€
Os dejamos el link: https://www.patreon.com/punzadas
Entendemos que con todos los libros que queréis comprar y las mil plataformas que hay que pagar para ver todo el contenido que cada día nos bombardea quizás no os sobren muchos euros o no estéis seguros de que queráis dárnoslos a nosotras, pero si lo hacéis os prometemos que valdrá la pena. Si no, nos veremos aquí o en Punzadas Sonoras, como siempre, cada domingo.
Un abrazo y adelante,
Paula & Inés