Queridísimas lectoras:
No sabemos bien qué está pasando con el tiempo en Madrid últimamente, casi parece que ha vuelto un poco el verano. Entre eso, y que seguimos enfadadísimas por muchas cosas, estamos… acaloradas. Hoy venimos a contaros algunas situaciones que desde nuestras burbujas feministas y urbanitas parecemos olvidar, pero que (nos) siguen sucediendo habitualmente. La idea este domingo es reflexionar acerca de esas situaciones que nos hacen daño, nos punzan (en el sentido negativo de la palabra), nos hieren, y sacuden nuestro cuerpo. Para contextualizarlo, nos deslizamos de nuevo a nuestro querido universo ficcional (aunque como siempre, no mucho):
Lucía acaba de sacarse el carné de conducir. Sus padres le dejan el coche, conduce mucho y conduce segura. Sin embargo, la reacción de su entorno consiste en soltar frases como las siguientes: “¿De verdad que tus padres te dejan el coche, no les da miedo?”; “¿Vas a conducir tú sola hasta allí, no te da miedo?; “¿Cómo se te da la marcha atrás? Porque ya se sabe que a las mujeres no se les da muy bien”.
Lucía conduce muy bien, pero muchos copilotos se alarman y agarran aterrados a la puerta cuando se cruza con una furgoneta en una calle estrecha. Todo son reproches y comparaciones con su hermano pequeño, que no tiene el carné, pero “conduce mucho mejor que tú, nada que ver”.
Raquel está pasando la tarde con sus primos. En cierto momento les apetece pintarse las uñas, así que sacan todos los colores para elegir las mejores combinaciones. Su primo pequeño, de cuatro años, quiere pintárselas de rojo. De repente, un montón de voces masculinas y adultas comienzan a decir: “Déjate de mariconadas”; “Raquel, al niño no se las pintes que va a parecer un maricón”.
Sandra se está ocupando de cuidar a su tía durante unos días porque se ha roto una mano. Ayuda con las tareas del hogar a su tío. Todos los vecinos, al advertir su presencia, dicen entusiasmados: “¡Mírala, es toda una mujercita!”; “Mira cómo guisa, ya puede casarse”. (Esto no es broma, lo hemos escuchado).
Sandra, como las demás, siente algo encenderse dentro al escuchar estas frases, una sacudida del cuerpo. Además, empieza a notar miradas de aquellos que saben que esas palabras le han atravesado, herido. ¿Qué debe hacer? ¿Empezar a insultar a diestro y siniestro dejándose llevar por la rabia? ¿Explicarles con paciencia y respeto que sus comentarios no están bien? ¿Darles una clase de feminismo y citar a Judith Butler? La verdad es que no lo sabemos. A veces optamos por decirlo o directamente nos enfadamos, pero eso también puede tener consecuencias negativas. Si te enfadas te llaman dramática, exagerada, tikis mikis (nos gusta escribirlo así porque suena a sushi), talibana. “¡Qué piel más fina!”. Otras veces intentamos calmarnos diciéndonos a nosotras mismas que “son mayores”, “tienen otra forma de pensar” o que “ya sabes cómo son”. Nos quedamos paralizadas, no decimos nada y simplemente intentamos desaparecer de ese lugar lo más rápido posible. Es decir, silenciamos la sacudida que hemos sentido, dejamos que la rabia se diluya. A veces incluso se ríen de nosotras, nos llaman crédulas, tontas o inconscientes. Nos dicen que todavía no sabemos nada de la vida, que no sabemos lo que decimos. Nos anulan y ridiculizan nuestra ideología. Sentimos que un abismo nos separa de esas personas, que tenemos otras categorías, otros mobiliarios del mundo. Sentimos que queremos gritar, demostrar que sabemos cosas, defendernos de los ataques y del paternalismo. Sin embargo, en el fondo sabemos que nuestros gritos no serán escuchados, ni entendidos, ni respetados.
¿Qué hacer? ¿Callar? ¿Gritar?
El mes pasado leíamos estos tuits de Ana, que nos iluminaron:
Como explica Ana de maravilla, estas situaciones te desgastan, te hacen sentir exagerada y te provocan un auto cuestionamiento culpable. ¿No será culpa mía que me lo tomo todo mal? Te piden que te relajes y tú a veces hasta lo intentas. Sin embargo, sabemos que tener valores es defenderlos. Una buena amiga (un besito, Ángela) nos decía el otro día que “ya basta de tener que aguantar gilipolleces y comentarios porque al final tener unos valores, una ideología y unos principios también es llevarlos a cabo”.
También las mejores personas del mundo (Isabel Calderón y Lucía Litjmaer) dicen en Dóciles, que “lo que nos hará libres es romper el silencio, RAJAR, ser rajonas […] y contar nuestras historias y que nuestras voces se eleven por el cielo, por todas partes y que se nos escuche”:
Un ejemplo de personaje (¡masculino!) que se instala en el silencio es Connell, protagonista de la lindísima Normal People (que si no habéis visto… en fin). Cuando llega a la universidad cae en una depresión porque ha perdido parte de su identidad, aunque pensaba que allí encajaría mejor con la gente. Connell le explica a su psicóloga esto:
“[En el instituto] parecía que agradaba a la gente. Aquí no creo que agrade tanto a la gente. Con Rob, mi amigo, no diría que conectásemos a un nivel muy profundo ni nada. Pero éramos amigos. No diría que tuviéramos mucho en común en cuanto a intereses ni nada de eso, definitivamente no en política si lo hubiéramos examinado. En el colegio esas cosas realmente no importaban porque estábamos en el mismo grupo de amigos”.
Connell se sumió en el silencio, calló e incluso formó parte de dinámicas que realmente le horrorizaban. No luchó contra comportamientos terribles, participó de ellos porque los que los llevaban a cabo eran sus amigos. Una vez se alejó de esas personas, tras tanto tiempo en silencio, fue incapaz de ser él mismo, de hablar, de gritar. Por eso es necesario luchar contra el silencio, aunque nos llamen exageradas o dramáticas. Instalarse en el silencio y la tolerancia hacia aquello que nos repele y hiere nos desgasta poco a poco. Nos agota, nos anula. Tenemos que defender nuestra mirada. Como dice Ana: vivir en silencio es siempre vivir para otros. Para tus amigos, para los amigos de tus amigos, para tus vecinos, para tu familia, para tus compañeros de clase o trabajo.
La farsa colectiva de hoy: que hay que respetar todas las opiniones, que cada uno tiene una manera de pensar y todas son válidas. Por ejemplo: el otro día en clase, un alumno, tras defender algunas políticas franquistas, aclaró que “yo no soy franquista”. La profesora contestó: “aquí cada uno puede ser lo que quiera”. Este último comentario fue casi peor que si el primero se hubiese definido como franquista.
Todas las opiniones no están bien, ni todos los comentarios, ni que te digan que ya puedes casarte porque sabes hacer unas putas lentejas. Está bien enfadarse, ofenderse, contestar y no respetar los comentarios casposos e hirientes de un puñado de idiotas.
Cuando te dicen que las mujeres son malas para la marcha atrás empiezas a sudar y a poner esta cara:
Después, tienes dos opciones:
Y nos despedimos con una canción para flotar que podéis escuchar si estáis hasta el coño mientras dais un paseo o conducís marcha atrás:
Adelante,
Paula & Inés