Queridísimas lectoras:
Qué gusto escribiros de nuevo. Después de dos semanas seguidas de Punzadas Sonoras nos apetecía acallar nuestras voces, volver al teclado. Aquí es, al fin y al cabo, donde nos sentimos más cómodas. Ha comenzado por fin nuestra ansiada primavera, y aunque no viene acompañada del sol que querríamos (e Inés no para de estornudar) sabemos que los campos agradecen la lluvia, y nosotras agradecemos siempre los campos. Seguimos siendo dos mujeres ocupadísimas, cada vez más. Paula ha empezado a trabajar e Inés está participando en el G30, un proyecto para pensar una nueva ruralidad (porque hay que pensar en los pueblos, chicas, es muy importante). Para afrontar estos nuevos ritmos que la vida adulta nos impone hemos estado leyendo a autoras y autores que reflexionan sobre el trabajo, la precariedad y las líneas cada vez más difusas entre vida pública y privada. Venimos a contaros lo que hemos aprendido y, como siempre, a mandaros un abrazo virtual.
Nuestra querida Remedios Zafra, a quien vimos hace poco en el Ateneo de Madrid, escribe en su libro Frágiles que lo que busca con el ensayo es desnaturalizar lo que tenemos naturalizado, «un ejercicio inverso a la normalización por la que el mundo se nos vuelve un fondo acostumbrado que en nada pellizca y mínimamente perturba». Zafra habla así de una especie de revelación o una epifanía. Epifanías en Punzadas tenemos casi cada semana, cuando las ideas a las que les damos vueltas durante días encajan de repente y dan paso a una carta o a un guion. Esto es lo que nos ha pasado leyendo Frágiles y No seas tú mismo, de Eudald Espluga; pensamientos y comportamientos que teníamos normalizados los sentimos de repente ajenos y extraños.
¿Cuál es el tiempo para el trabajo y el tiempo para la vida? ¿Se han fusionado las vidas privadas de los trabajadores y su actividad laboral? ¿Somos, como dice Eudald, pequeñas start-ups unipersonales? Según Zafra, tenemos vidas-trabajo: es imposible desconectar de los trabajos creativos. Dice: «Las personas soñamos con un tiempo liberador, en el que el trabajo, si lo hay, no implique explotación ni se apropie de la totalidad de la vida». Ahí reside una de las cuestiones fundamentales: el tiempo. Es interesante que llame la atención sobre la precariedad del trabajo creativo o intelectual en comparación con otro tipo de trabajos, planteando que quizá una persona que consigue un puesto de docente interino en una universidad dude (después de un tiempo) de volver a trabajar como bedel. Esto es porque el trabajo intelectual es precario, inestable, demandante y sometido a la burocracia, la autopromoción y la competitividad constantes. Lo que plantea Zafra es que un trabajo como el de frutero o bedel permite la desconexión: existe un «volver a casa» y un horario, unos límites menos difuminados. Sobre todo, permite una mayor disponibilidad del tiempo propio y la libertad. Dice:
«Enfrentar esta naturalización no debiera verse con pudor de privilegiado. No cabe invalidar la necesidad de crítica que este escenario laboral precisa. Usted, como estos otros, reclama un buen trabajo, no triunfo ni riqueza, un trabajo estable, remunerado y justo que no se coma todo nuestro tiempo. Un trabajo que la haga sentir sin esas palpitaciones de no llegar, de dudar si la ansiedad la hará explotar por la cabeza o por el estómago. Si todo anima a ‘elegir entre la vida y el proyecto’, ¿no es acaso esa una vida que no queremos?».
Esto nos parece interesante, porque puede ser mal visto quejarte de las miserias de ser un profesor universitario en comparación con ser cajera de supermercado. Quizá no haya que comparar, sino que cada trabajo entraña formas concretas de esclavitud. Nosotras nos cansamos por mirar una pantalla diez horas al día y un albañil se cansa por estar diez horas al día en un tejado: formas distintas de cansancio, pero cansancio, al fin y al cabo.
Espluga escribe: «¿Cuándo se produjo el giro biopolítico mediante el cual la clase dirigente dejó de exigir la cesión temporal de la fuerza de trabajo para reclamar la totalidad de la existencia humana?». La totalidad de la vida, la totalidad de la existencia humana, ambos autores apuntan a lo mismo, qué pasa cuando los trabajadores ven que sus tiempos se fusionan en uno solo, infinito y monotemático, donde prima el trabajo, lo que alguien le puede ofrecer a la empresa: su tiempo, su vida, su alma.
Una de las maneras por las que ha ocurrido este proceso es que cada vez más las empresas adoptan discursos familiares para hablar de y a sus empleados. «Somos una familia», quiérenos, ámanos, obedécenos. Si lo haces probablemente no mejoremos tus condiciones laborales, pero te ofreceremos seminarios de mindfulness, retreats de yoga, y cursos de inglés. Todo para convertirte en un individuo más productivo, más eficiente, más rentable.
Este vocabulario familiar utiliza las emociones y los afectos: hay un salario emocional, requisitos socioafectivos y recompensas afectivas. Los trabajadores tienen que ser felices, o eso dice la literatura de gestión empresarial. Eudald señala que «el trabajador ideal del capitalismo tardío es entregado, creativo, alegre, socialmente comprometido, autónomo, atrevido, sobrecualificado, etc.». De hecho, incluso lo terrorífico es transformado en algo moderno, cool y deseable. En el artículo Precariedad cool: la trendinización discursiva de la precariedad juvenil en la prensa digital española Marta Castillo-González analiza ejemplos en el ámbito del lenguaje de esta conversión de lo precario en tendencia. Estos ejemplos son extraídos de artículos periodísticos:
a. «Friganismo: la última dieta hípster es coger comida de los contenedores de basura» / «Todo lo que he aprendido comiendo de la basura» / «Dumpster diving, la moda de buscar “tesoros abandonados” en la basura»
Así, a través de determinadas estrategias discursivas como la relexicalización o el reframing se consigue que prácticas consideradas como indeseables se vuelvan atractivas. Normalmente no nos parece que buscar comida en la basura sea algo cool, pero al relacionarlo con la dieta y con una subcultura juvenil, se consigue transformar la pobreza en algo casi deseable. De repente, prácticas como buscar comida en la basura se convierten en novedosas, originales y auténticas:
«Como se aprecia en los ejemplos anteriores, esta nueva orientación – o trendinización – revisa y actualiza la conceptualización negativa y estereotipada que acompañaba a estos discursos, dotando a la condición precaria de una significación distinta y estilizada […]. Esta banalización prioriza los elementos novedosos y superficiales en detrimento de las causas estructurales y los efectos desintegradores del fenómeno».
También Espluga trata estas cuestiones al hablar de las etiquetas que se les pone a escritoras como Sally Rooney (Sally, we love you). Sus miedos, dolores y precariedades se blanquean, se relacionan con su generación y se vuelven atractivos: «se convierte lo disfuncional de estas mujeres en un elemento cool, y lo inviste con un nuevo capital simbólico […]. Incluso la representación de una fatiga estructural, de esta epidemia de ansiedad que se ensaña con las personas jóvenes, puede llegar a convertirse en marca de estatus».
Nosotras tenemos literalmente ganas de matar a alguien cuando escuchamos o leemos algo que tiene que ver con estas cosas y, concretamente, con las ventajas del co-living. Sobre todo, cuando hemos pagado mucho dinero por vivir en cuartuchos sin ventana, compartiendo un piso con 9 personas, en habitaciones que tenían un agujero que daba al salón y preparado la comida en cocinas donde no cabían dos personas. Sobre todo, cuando tenemos que irnos de Madrid por la angustia que nos produce no poder sentirnos cómodas en ninguna casa (todas por encima de los 400 euros mensuales). Buscar comida en la basura tampoco es una oportunidad, ni una elección, ni es chuli, ni beneficioso.
Esta angustia no es la única que permea nuestras esferas y nuestra generación (aunque sobre si el discurso de las generaciones es el más efectivo para tratar estos problemas ya hablaremos en otra carta). Podríamos hacer una lista de angustias vitales (podéis elegir vuestra favorita):
La que sentimos al no saber qué decir cuando nos retiramos del salón para trabajar en Punzadas: ¿vamos a trabajar o a estudiar? (Seguramente, vayamos a vivir).
La que surge antes de que salga una carta o un podcast porque igual todo lo que decimos está terriblemente mal (Inés le acaba de decir a Paula: léete el borrador de la carta, que igual todo es un delirio). Escribe nuestra querida Zafra: «nada hace sentir más frágil a un trabajador creativo que exponerse en su trabajo y hacerlo, como hoy, en escaparates tecnológicos sin párpados, esos que nunca descansan. A priori, no extraña entonces que esas vidas-trabajo sostenidas en la sobreexplotación estallen en una ansiedad normalizada». (A pesar del vértigo que nos da publicar cada domingo, tenemos que agradeceros que seáis unos párpados tecnológicos adorables y que nos leáis y escuchéis con tanto mimo).
La que habita en nuestro estómago porque llevamos diez años escuchando que no vamos a tener trabajo.
La que llega cada vez que decimos que hemos estudiado filosofía y la respuesta es: «Serás profesora, porque eso tiene pocas salidas».
La que vemos en muchas de nuestras amigas cuando no paran yendo de un lado para otro: máster, prácticas, curso, proyectos… la mayoría de las veces sin ningún tipo de remuneración.
La de la falta de autoestima y los traumitas emocionales.
La general por lo que pasa a nuestro alrededor y por los monstruos (los que van a las manifestaciones montados en caballos y con chalecos verde-caza acolchados) que nos acechan.
La que surge incluso cuando hacemos cosas que nos gustan para intentar dejar de estar angustiadas porque deberíamos estar siendo productivas. Ya sabéis, ese círculo vicioso.
Y bueno, no hablamos ya de lo que provoca pensar en el ecocidio inminente (recordamos con cariño los correos que nos mandaba Jorge Riechmann en la carrera después de sus clases de ética, dándonos ánimos porque salíamos de clase con caras de horror).
Quizá el libro de Eudald nos punzó tanto porque nos vimos reflejadas en sus páginas, en esa fatiga de la que habla. Porque, en efecto, nuestra vida tiene más que ver con la angustia que con los selfies y «las maquinitas». Somos esta persona:
La cuestión de que cualquier cosa que hagamos se convierta en parte del plan para hacernos más productivas también extiende sus tentáculos en el mundo de la cultura. En No seas tú mismo leemos: «Cualquier forma de consumo cultural se codifica como un actualizarse constante e inabarcable». Nosotras mismas hemos empezado a consumir productos pensando casi exclusivamente en si servirán para Punzadas. Incluso los proyectos creativos e intelectuales que pretenden abordar de cierta manera estas cuestiones caen en sus mecanismos. ¿Nos servirá o no nos servirá haber visto Georgina? Inés, en una librería el otro día: «Me quiero comprar los libros de Juan Rulfo. ¿Podemos sacar una carta de ahí?» (no sabemos si haremos una carta sobre Juan Rulfo, pero recomendamos encarecidamente que leáis El llano en llamas).
Entonces, ¿qué hacemos? Una de las cosas en las que insisten los dos ensayos en los que hemos basado esta carta es que no podemos quedarnos de brazos cruzados, que tiene que haber espacio para la queja, pero también para la acción. Volviendo a las reflexiones de Eudald: ¿Podemos convertir la fatiga que nos atraviesa en un motor para la acción? ¿Es la fatiga y el no hacer nada una provocación que puede generar contrariedad? «¿Puede la fatiga de sí convertirse en la herramienta que rompa con el imperativo productivista del capitalismo de plataformas?»
No sabemos muy bien hacia dónde tirar, si trabajar más, si permitir más espacios para el descanso, si imitar el plan de la protagonista de la novela Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh… Ojalá tener una respuesta para estas preguntas. De momento, sabemos lo que no queremos hacer:
No queremos ser Ana Iris Simón. Es decir, no queremos elegir la nostalgia como respuesta ante los problemas de nuestro presente. No, no queremos vivir como nuestros padres y mucho menos como nuestros abuelos. (Los abuelos de Paula quizás tenían una thermomix, pero los abuelos de Inés…). No queremos recurrir a las viejas etiquetas de familia y estabilidad que han sido opresivas para tantísimas personas. Al que le sirvan, va. A nosotras nos asusta, como señala Eudald, que la respuesta a estas angustias sea una lógica reaccionaria o tradicionalista. Dice: «Si medimos nuestro bienestar basándonos en lo que se consideraba una vida buena hace treinta años, es más que posible que nuestras conclusiones no puedan dejar de ser reaccionarias». Por eso no queremos, como Ana Iris, defender la familia tradicional, el amor rancio y la idea de que tenemos que ponernos a parir como locas para repoblar el mundo rural. Nosotras queremos un monasterio laico y vivir rodeadas de nuestras amigas, o co-criar hijas en un piso con un alquiler razonable, o simplemente cuidar de Jara, la gatita de Inés. No queremos seguir viviendo en zulos que huelen a rancio, ni vivir de nuestros padres hasta los 35. No queremos buscar pareja solo para que el alquiler salga más barato ni creemos que los matrimonios de 50 años de nuestros abuelos fuesen modélicos, envidiables y estuviesen libres de dolor, esclavitud o carencias. Tampoco queremos oír a boomers diciendo que ahora todos queremos ser youtubers (ahora el único canal de YT que vemos obsesivamente es el de @vetustamarta). Ni relajarnos cuando discutimos de cosas que nos importan, ni que nos digan que somos «demasiado pasionales» (srsly?), ni hacer mindfulness mientras fregamos los platos. Mientras fregamos los platos escuchamos Deforme Semanal y a Isabel Calderón gritando, que es lo que nos ayuda de verdad. Ah, tampoco queremos que la gente nos diga que no se termina de leer las cartas porque «son muy largas». No tenéis que leer ni hacer nada que no queráis (si habéis llegado hasta aquí, hola, enhorabuena). Las cartas tienen la extensión que deben tener porque los temas que tratamos son complejos y nos gusta explorar sus matices y meter muchos cuadros de Hopper. No creamos contenidos consumibles en dos o tres minutos porque para eso ya están las rrss y ya hay otras newsletters que lo hacen estupendamente bien. Punzadas es nuestro cuarto propio conectado y aquí hacemos lo que nos da la gana.
La farsa colectiva de hoy es un tipo de persona con un discurso muy concreto: esa persona que se dedica a dar conferencias por ahí contando sus múltiples viajes por el mundo en el que ha conocido a los niños negritos y luego ha escrito varios libros porque «ha aprendido mucho de ellos». Esa persona que es algo así como la representación personificada del neoliberalismo que te invita, sin ningún tipo de reparo, a ser autónomo, responsable, creativo, fuerte y feliz. Te invita a ser valiente y a no prestar atención a la angustia, a no escucharla incluso cuando su sonido es tremendamente ensordecedor. Parece que si la escuchas es porque quieres, igual que si tienes un trabajo de mierda es porque no le has echado las ganas suficientes: te estás conformando. Hay que apuntar alto y emprender, como hacen las personas de países en los que ha caído una bomba atómica. No hay problemas estructurales, todo está dentro de ti y tu suerte depende de cómo te organices, de lo que hagas. Este discurso, enmarcado en la lógica de la literatura de autoayuda, del emprendimiento y de la psicología positiva debería estar PROHIBIDO. También debería estar prohibida la entrada de señores blancos a la India si luego van a escribir libros sobre la miseria de los demás y a utilizar sus historias vitales para articular su discurso de mierda. No sabemos cómo es posible que haya personas repitiendo esto sin parar por salas del mundo. Nos parece peligroso, vomitivo e injusto.
Para contrastar con toda esta basura, os dejamos el texto más bonito que hemos leído en mucho tiempo. Es de Madriguera, la newsletter de María Sánchez, una escritora y veterinaria feminista a la que admiramos mucho. Además, puede servir para pensar las preguntas que proponíamos antes.
Os dejamos la entrevista que le hicieron en Deforme Semanal:
En la última cartita que envió (tenéis que leerla, es una obligación), hablaba de los hilos que nos mueven y conectan: «Un hilo que muestre un afecto, una cuerda que vislumbre una relación, un cuidado, un fragmento de maraña que desemboque en el ovillo de todo lo que nos sustenta, pero que nos ha sido ocultado y silenciado. La trama de lo viviente». También Zafra, al final de Frágiles, hace referencia a algo parecido a los hilos: los lazos. Estos se nombran dos veces:
«Usted se ve ansiosa y cansada y sabe que hay un lazo invisible que la mantiene dócil y atada a la temporalidad y a las aceptaciones encadenadas, un lazo que habitualmente los demás no vemos. La creemos porque a la mayoría también nos pasa, ¿no cabría entonces un juego de espejos que devolviera a la multitud de trabajadores solos su imagen como grupo?»
«Trabajar contra el miedo y la angustia no es solo trabajar contra quienes los causan, habitualmente identificables, sino por los lazos que solidariamente nos vinculan y pueden transformar las reglas del juego».
Aquí reside la esperanza: en lo horizontal, en el deseo de justicia, en el cuidado mutuo de nuestros cuerpos frágiles, en la sororidad también entre trabajadores, en los vínculos solidarios: «solo juntos nos sostenemos», dice Zafra. En la imaginación de nuevos modelos de emancipación, yendo más allá de las formas pasadas. En liberar nuestra imaginación y luchar para que no la colonicen. Dice Zafra: «La esperanza por la que me pregunta debiera estar ahí, en el proceso de imaginación colectiva». En el reconocimiento de los lazos que compartimos, en los que no, en los propios y en los de los otros. En esa gran red invisible cosida como se cosen las almazuelas: con trozos de tela distintos que vienen de diferentes lugares como colchas, camisas, manteles y cortinas. Las mujeres riojanas siempre las han elaborado con retales de telas de distintas procedencias, texturas, relieves, grosores, colores y estampados. Quizá sea posible tejer una almazuela única, propia, llena de amor y de dolor para arroparnos, a nosotras mismas y a las demás. A nosotras. María Sánchez se pregunta al final de la carta, y con esto queremos terminar hoy: «¿Convocaríamos otros mañanas si fuesen visibles estos hilos?».
Para acabar, unas pelis: sobre trabajos precarios, Ken Loach siempre presente. Y por supuesto, Parásitos, siempre Parásitos.
Y la canción sobre trabajar, de la voz de Dolly Parton:
Yo ya me cansé del gusto de la agonía / Si voy a esperar prefiero hacerlo en compañía
Adelante,
Paula & Inés
Hola. Me ha gustado mucho la carta y eso que soy boomer.
Una cosa: Hay un párrafo o trozo repetido 3 veces. Después del PROHIBIDO con mayúsculas a partir del "También"
Ojalá pudiera ahora mismo expresar todo lo que me ha hecho sentir esta carta, la importancia que puede llegar a tener el hecho de ver escrito algo tan semejante a lo que te está consumiendo por dentro. No tengo menos ansiedad que antes de leerla, el bloqueo creativo y la sensación de fracaso continuo siguen ahí, pero sí que siento que tengo las espaldas más cubiertas, que existen esos lazos de los que habláis al final y que sirven para sostenernos o, incluso más importante, para desear sostenernos. Pero, como no sabría ni por dónde empezar, quiero daros las GRACIAS (con un tremendo suspiro de alivio detrás).