Queridísimas lectoras:
Esperamos que estéis bien. Nosotras aquí andamos, con problemas estomacales pero contentas porque mañana nos reencontramos. Se viene una semana de inmersión en el país de Punzadas en la que grabaremos nuevas Punzadas Sonoras y organizaremos muchas cosas chulísimas para nuestros mecenas de Patreon. Gracias de nuevo a todas esas entidades que apoyan el proyecto, nos sentimos muy agradecidas y contentas de poder trabajar y compartir espacio-tiempo con vosotras.
En la carta de hoy queríamos continuar con el tema que abordamos la semana pasada (si no habéis leído la carta anterior os animamos a hacerlo porque concebimos esta como una continuación): la enfermedad mental en general y la esquizofrenia en particular. Hablábamos de dos libros maravillosos: Todas las esquizofrenias y Los chicos de Hidden Valley Road. Ambas fuimos a la presentación de este último, que fue el pasado jueves en la Fundación Telefónica (Paula estuvo allí presencialmente e Inés lo vio desde su cama de Arnedillo). Aunque en distintos formatos, podemos afirmar que nos cae genial Robert Kolker (el autor del libro). Escuchándole nos dieron ganas de leer todos sus libros.
Hoy queremos adentrarnos en las historias particulares de distintas mujeres que fueron internadas en manicomios, diagnosticadas con esquizofrenia o que tuvieron alguna relación con la locura. Para leer y pensar sobre estas cosas hemos utilizado el libro Mujeres y locura, de Phyllis Chesler. La autora, psicóloga de la liberación y activista legal, fue cofundadora de la AWP (Association for Women in Psychology). En la introducción del libro cuenta que, pese a tener un doctorado y estar investigando, «no sabía prácticamente nada sobre cómo ayudar a otras mujeres (u hombres) a comprender sus propias vidas». Chesler tenía previsto presentar los resultados de su investigación en una convención de la American Psychological Association (APA) en 1970. Sin embargo, hizo lo siguiente:
«En lugar de eso, en representación de la AWP, pedí a los miembros de la APA un millón de dólares en concepto de indemnización para aquellas mujeres que nunca habían recibido ayuda por parte de profesionales de la salud mental, sino que, al contrario, habían sido maltratadas aún más: etiquetadas y castigadas, sedadas en exceso, seducidas sexualmente durante el tratamiento, hospitalizadas contra su voluntad, sometidas a terapia de choque, a lobotomías, y sobre todo, descritas gratuitamente como muy agresivas, promiscuas, depresivas, feas, viejas, enfadadas, viejas o incurables. “Tal vez la AWP pueda fundar una alternativa a los hospitales psiquiátricos con ese dinero”, dije, “o crear un refugio para esposas que huyen”».
La respuesta del público, como podréis imaginar, fue reírse. Pensaron que ella misma estaba loca. La respuesta de Chesler fue empezar a escribir este libro en el avión de vuelta a casa. Una de nuestras partes favoritas es en la que habla de cuatro mujeres que vivieron parte de su vida en psiquiátricos: Elizabeth Packard, Ellen West, Zelda Fitzgerald y Sylvia Plath. A través de sus vidas, cuenta la manera en que las mujeres entraban a los psiquiátricos: muchas veces eran los maridos, que querían vivir con otras mujeres, los que las encerraban en contra de su voluntad; otras veces las mujeres no seguían las normas que les eran impuestas o, simplemente, como veremos en la primera historia, se limitaban a «vender unos muebles». Os vamos a contar lo que le sucedió a Adriana Brinckle, mencionada en Mujeres y locura:
Brinckle (1857) había comprado unos muebles a crédito para una casa que tenía alquilada, pero más tarde se mudó a una casa más pequeña y vendió algunos muebles (lo que suponía hacer una transacción económica por su cuenta) antes de haberlos pagado por completo. Por esto fue llevada a los tribunales, lo cual suponía una vergüenza social insoportable para su padre, que era médico. De hecho, el delito que se le imputó fue «haber violentado el concepto de reputación familiar» de su padre. Este, junto con un amigo juez, hizo que Adriana pasara 28 años en el Hospital Estatal de lunáticos de Pennsylvania:
Su encierro no tuvo que ver con su locura ni con ninguna enfermedad mental. Se equivocó con las finanzas (normal, menudo calvario, que nos encierren a nosotras también) y su familia decidió que era mejor fingir que estaba loca. Todos sabían que no lo estaba, pero las leyes estatales permitían elegir entre la vergüenza pública y el manicomio: bastaba con la firma de un progenitor y un médico para certificar que alguien estaba loco. Os dejamos un artículo que publicó en la North American Review para que todo el mundo pudiera conocer su historia.
Chesler afirma en Mujeres y locura que la mayoría de las mujeres ingresadas en los manicomios no estaban realmente locas. Sin embargo, muchas de ellas acababan enloqueciendo debido a la falta de libertad y derechos legales y la brutalidad propia de estas instituciones. En palabras de Brinckle: «Un manicomio. El lugar donde se fabrica la demencia». Muchas veces era el lugar donde acababan mujeres que, tras haberse casado y dejado a un lado su talento, decidieron liberarse. Esto suponía «la deslealtad conyugal y maternal, el ostracismo social, la reclusión, la demencia y la muerte».
Nos adentraremos ahora en la historia de Zelda Fitzgerald (1900, Alabama). Su padre era juez de la Corte Suprema de Alabama y sus abuelos gobernadores y senadores, por lo que tuvo una infancia acomodada. Sin embargo, ya en la adolescencia se opuso a las normas y convenciones que le habían enseñado: fumaba, bebía, iba a fiestas y hablaba con muchachos de su edad. En una de estas fiestas conoció a Francis Scott Fitzgerald, el que sería su marido.
Zelda es muchas veces reconocida por ser la musa literaria del gran escritor, pero podemos interpretar aquello de otra manera. F. Scott Fizgerald incluía fragmentos de los diarios de Zelda en sus obras. De hecho, la obra Suave es la noche (1934) de Scott es fruto de lo que Zelda había escrito en su novela Resérvame el vals. Mientras que el libro de Zelda (reescrito y sin todos los pasajes que utilizó su marido) fue un fracaso, Suave es la noche es considerada una gran obra en el canon literario estadounidense. Esto hacía que hubiera un abismo entre la imagen pública de la pareja y lo que sucedía realmente. Todo el mundo les admiraba y envidaba, eran muy populares. Sin embargo, ambos consumían mucho alcohol, peleaban y tenían una relación tormentosa. Scott hasta culpaba a Zelda de su alcoholismo. Cuenta Chesler: «Le dijo al doctor que tenía que fortalecerse con el vino para aguantar a una mujer cuyos gustos eran distintos o desviados de los suyos». Siempre estuvo celoso del talento literario de su mujer, que fue diagnosticada con esquizofrenia y estuvo internada en varias ocasiones en hospitales psiquiátricos. Allí Zelda escribió numerosos cuentos, novelas como Resérvame el vals e incluso pintaba cuadros. Lo único que había deseado siempre era trabajar, ser artista y no depender de su marido: «Dice [Zelda] que está cansada de que la obliguen a aceptar las opiniones y decisiones de Scott en todo. De hecho, no va a hacerlo; antes preferiría que la hospitalizaran».
Zelda murió en un incendio que tuvo lugar en el hospital psiquiátrico en el que estaba ingresada. Su habitación estaba cerrada porque iba a ser sometida a una sesión de electroshock. Os dejamos algunas lecturas para conocer en profundidad la vida y obra de Zelda: la biografía de Nancy Mitford, la recopilación de cartas entre Zelda y Scott (Querido Soctt, querida Zelda, editada en Lumen) o sus obras, como Resérvame el vals o The collected writtings of Zelda Fitgerlad.
Otra mujer que vivió y murió encerrada fue Lucia Joyce, la hija del famosísimo escritor irlandés James Joyce. Alta, delgada, pálida como su padre, prometía ser un portento del baile moderno del momento, pero todo se torció a causa de sus enfermedades mentales y de los constantes ingresos en centros psiquiátricos. Cuando tenía solo 22 años, después de que su vida diera un giro a causa de la publicación de Ulises, que convirtió a su padre en una estrella, Lucia encadenó tres desastres amorosos. Los cambios en la familia y los desamores le provocaron una crisis y su hermano Giorgio acabó ingresándola en un centro psiquiátrico. A partir de entonces la vida de Lucia se convirtió en un ir y venir de centro en centro. Tuvo varios diagnósticos, entre ellos la esquizofrenia (el famoso Jung llegó a analizarla). Después de varios incidentes con sus familiares ingresó en un asilo a las afueras de París. Tenía veintiocho años y no volvería a vivir fuera. Aunque cambió de hospitales, su condición seguía siendo la misma. Murió en 1982 con setenta y cinco años. Vivió los últimos cuarenta y siete años de su vida encerrada.
Vamos ahora con una de nuestras señoras favoritas: Leonora Carrington, pintora surrealista.
Estuvo liada con Max Ernst, pero con el inicio de la IIGM los putos nazis lo arrestaron porque su arte se consideraba «degenerada». Ernst consiguió huir y escapó a EEUU con Peggy Guggenheim. Leonora se puso tristísima y se fue a España (mala decisión). En Madrid estuvo paralizada por la ansiedad y la paranoia hasta que le dio un brote psicótico que la mandó a un asilo en Santander, donde la sometieron a terapia electroconvulsiva. Por fortuna para nosotras, escribió un librito llamado Memorias de abajo donde narra lo que sentía y pensaba estando ingresada en el sanatorio, cómo los doctores se transformaban a sus ojos en cuidadores o carceleros. Es un testimonio muy interesante de su delirio, que incluía creencias paranoicas como que todo el mundo estaba contra ella. Podemos ver todo esto reflejado en algunos de sus cuadros:
Cuando sale del sanatorio, a Leonora le dicen que sus padres la van a mandar a un sanatorio en Sudáfrica, pero ella se escapa y acaba en México. Allí se casa por conveniencia con Renato Leduc (embajador) para poder quedarse en el país. Una vez dijo:
«No tenía tiempo para ser la musa de nadie… estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista».
Aunque se distancia de la brutalidad de los ejemplos anteriores, nos parece importante resaltar un ejemplo en la ficción que muestra lo que sufrían algunas mujeres en los años 50 y 60 en relación al matrimonio. Dicho ejemplo tiene que ver con nuestra querida Betty Draper, uno de los personajes más complejos de Mad Men. Betty, casada con Don y madre de dos hijos, es incapaz de encontrar felicidad o satisfacción en su vida como ama de casa en un suburbio neoyorquino (el suburbio de Ossining, por cierto, donde el cuentista John Cheever desarrolló muchas de las historias que años más tarde inspiraron Mad Men). Betty va a ver a un psicólogo, que más tarde informa a Don del diagnóstico de su esposa. En Mad Men podemos ver en varias ocasiones cómo los médicos tratan siempre con los maridos o los padres de las mujeres enfermas. El hecho de que el Dr. Wayne hable con Don y no con Betty muestra hasta qué punto las mujeres eran consideradas parte de la propiedad de los hombres. Betty sufre por sus nervios y porque intuye desde el principio de la serie que Don le es infiel. Sabe que él sale de casa cada mañana y pasa el día y a veces la noche en la ciudad, aparentemente trabajando en la agencia de publicidad, mientras que ella debe quedarse en casa, hacer la comida, limpiar, ir al mercado y cuidad de sus hijos. Paradójicamente, la posición privilegiada de los Draper hace que Betty tenga más tiempo del que puede ocupar (los niños tienen una niñera que además ayuda en casa). No hay actividades ni paseos con las vecinas suficientes para llenar los días de Betty y esto se manifiesta en su irritabilidad, en sus nervios femeninos, en su histeria, dirían. Lo que le pasaba a Betty era lo que les pasaba a muchas mujeres de la época: estaban aburridas con sus vidas superficiales. Sabían que había algo más, pero apenas podían intuirlo.
Las vidas de todas estas mujeres nos parecen dignas de atención y reconocimiento. Ojalá poder entrevistarlas, (o tomar un colacao con ellas). Es interesante que Chesler, además de investigación teórica, llevó a cabo muchas entrevistas a distintas mujeres, 24 de ellas con la experiencia de haber sido hospitalizadas en psiquiátricos:
- 12 manifestaban ira, usaban palabrotas, agresividad, atracción sexual por las mujeres, negativa a realizar tareas domésticas, etc. Es decir, tenían rasgos que solían asociarse al sexo opuesto.
- 4 tenían visiones.
- 12 tenían rasgos asociados a la mujer: depresiones, intentos de suicidio, indefensión, etc.
Sus edades variaban entre los 19 y los 65 años y, aunque algunas se ingresaron voluntariamente, la mayoría hospitalizó en contra de su voluntad. Dejamos algunos de sus testimonios:
Carmen: «Estaba muy triste [después del nacimiento de mi hija] y muy cansada. Ya no podía encargarme de la casa. Mi marido me dijo que una criada lo haría mejor que yo, que estaba loca. Me llevó al hospital para que me tuviesen en “observación”, así lo llamaron».
Sophie: «[…]. Entonces se echó una novia [su marido] – no me quejé, el matrimonio no es un camino de rosas – y empezaron los síntomas de mi esclerosis múltiple. Mi marido me dijo que fuese a que me dieran terapia de choque, que mis síntomas estaban en mi cabeza. […] Si no me internaba, lo harían ellos y sería peor para mí. Así que ingresé en el hospital».
Os animamos a que leáis las entrevistas recogidas en el libro, son muy interesantes. También hay capítulos que reúnen entrevistas hechas a mujeres lesbianas y racializadas que nos parecen fundamentales. Quizá estas entrevistas nos ayuden a diferenciar entre las mujeres que realmente padecían una enfermedad mental y las que eran encerradas y medicadas contra su voluntad simplemente por no cumplir con el papel que la sociedad les había asignado. Sin embargo, nos parece peligroso caer en la utilización de la locura únicamente como metáfora de oposición al sistema: la identificación de la locura con la revolución, con la transgresión a lo establecido. Sin duda este discurso puede ayudar a deshacer el estigma que rodea a las enfermedades mentales y tiene sentido aplicarlo a algunas vivencias concretas, pero establecerlo de manera generalizada puede suponer una mirada romántica o idealizada. Aunque muchas mujeres han sido psiquiatrizadas justamente por esta transgresión y búsqueda de libertad, también existen personas (como Weijun, autora de Todas las esquizofrenias) que lidian cada día con las consecuencias de tener una enfermedad mental. No creemos que la locura sea para Weijun simplemente una metáfora. Como decíamos en la otra carta, quizá lo adecuado es acercarse a estas cuestiones con una mirada amplia que vaya más allá de las visiones dicotómicas: muchas veces se ha denominado “locas” a mujeres que simplemente quisieron ser libres o distintas, pero también hay personas que realmente sufren enfermedades mentales y no necesariamente tienen que concebirlas como formas positivas de oposición al sistema. Medicar a personas en contra de su voluntad para conseguir apagarlas es terrible, pero esto no quiere decir que no haya personas que necesiten la medicación para evitar sufrimiento.
La farsa colectiva de hoy es que todo lo que se sale de lo establecido y considerado como «normal» o «adecuado» es locura, pero también que la locura es únicamente una forma de revolución. Las historias de vida de las mujeres que hemos traído hoy son de los siglos XIX y XX. Afortunadamente y gracias en gran medida a su valentía y a los relatos que hicieron de sus experiencias vitales, hoy no es tan fácil (depende en qué contextos, claro) encerrar en un manicomio a tu hija porque te ha dejado en ridículo públicamente por una mala venta de muebles. Sin embargo, esto no quiere decir que no sigan dándose abusos y hospitalizaciones forzosas, ni que se haya superado la creencia de que las mujeres tenemos cierta tendencia a la histeria, el descontrol, la sensibilidad extrema o la locura. Dice Chesler: «En mi época, nos enseñaban que las mujeres, en cierto modo, eran desequilibradas por naturaleza. Eran histéricas, cuentistas, infantiles, manipuladoras, madres frías o asfixiantes y llevadas al límite por las hormonas». ¿Y en nuestra época? ¿Se han dejado de enseñar estas cosas? Gracias al feminismo se han producido muchos avances y en muchos ambientes puede ser complicado sostener que «somos desequilibradas por naturaleza». Sin embargo, ¿no habéis oído contar historias de mujeres “extranjeras” que vienen a España a seducir a los empresarios, separarles de su familia y quitarles todo su dinero? ¿Y las historias sobre mujeres «demasiado pasionales»? ¿Y habéis oído decir que las feministas somos unas histéricas?
Adelante,
Paula & Inés
Me ha encantado chicas.
Una reflexión, hoy no tenemos manicomios pero igualmente miles de mujeres acarrean diversos problemas de salud mental como consecuencia directa del maltrato.... Aunque es cierto que hemos avanzado mucho,en muchos aspectos seguimos muy mal. Hay miles de mujeres tratándose con ansiolíticos porque tienen que pisar juzgados donde se les va a cuestionar. Miles de mujeres viven a diario con ansiedad porque tienen que entregar a sus hijos al maltratador por orden judicial, muchas todavía acusadas de SAP, y muchas,muchas más que no pierden la batalla judicial o incluso ni siquiera la tienen, pero igualmente ven desaparecer a sus hijos de sus vidas porque éstos se ponen de parte del padre maltratador. Muchas mujeres también víctimas de violencia de sus hijos,porque la violencia "de hijos a padres" es, en su inmensa mayoría perpetrada de hijos a madres....
Eso por no hablar de las mujeres jóvenes y niñas hospitalizadas con anorexia,las que se autolesionan.... Se trata el síntoma, se las médica, pero muy poca gente se cuestiona por qué... Que le está pasando a esa niña? Que historia de dolor y sufrimiento hay ahí oculta, que esa niña nunca nos va a contar?
Por cierto, os recomiendo leer a Janet Frame, gran escritora neozelandesa. Salvó la vida gracias a su talento,porque escribió algo tan bello justo antes de lobotomizarla que sus psiquiatras dijeron, uy, está mujer no está loca, es una gran escritora. Una genia.
Gracias y seguid así,es un placer leeros