Queridísimas lectoras:
Nos hubiera gustado que esta primera carta del año fuera una carta alegre. Nos hubiera gustado desearos un 2022 lleno de felicidad (y salud) desde un lugar optimista y amable. Íbamos a hacer eso. Tenemos un borrador con una tabla mágica de Inés que reúne todas nuestras recomendaciones de 2021 y una lista de libros y pelis que pensamos que os servirían para ir abriendo boca en el año nuevo. Íbamos a mandarla, íbamos a hacer como que no pasa nada. Pero Inés, en un mensaje reciente a Paula, escribe: «He pensado en la honestidad y en que no me apetecería hacer una carta diciendo feliz año, leed muchos libros y escuchad a Rigoberta cuando llevo varios días sin poder leer ni escuchar nada».
Se podría decir que no queremos escribir una carta alegre porque estamos lidiando con la vida y con el covid, que últimamente parece que es lo mismo. También, que así como Inés es incapaz de leer y escuchar cosas, Paula se ha refugiado en una relectura y un revisionado (¿esta palabra existe?) de Nuestra parte de noche y The West Wing, pero cada vez que cierra el libro o en el intervalo entre un capítulo y otro le sube la ansiedad por el pecho como una mano gris. Empezamos el 2022, simplemente, luchando por respirar. Y estamos convencidas de que no somos las únicas.
Tenemos una lista de temas esbozados, lecturas e ideas que nos gustaría elaborar algún día. Sin embargo, este domingo sentimos que no es día para nada de eso. Sí amigas, vamos a hablar de lo tristes que estamos. Pero primero, por si os encontráis en una situación parecida a la nuestra, vamos a recomendaros con cariño que salgáis a comer fuera. Dentro historia:
Una mañana de invierno hace un par de años, Paula e Inés están estudiando el Manifiesto Comunista en la mesa del salón de una casa de Lavapiés. (Sí, el Manifiesto Comunista, para añadirle dramatismo a la historia). Planean ir al cine después. De repente, Inés recibe una llamada que lleva meses esperando. Tras casi dos horas de llanto intenso en el baño del pisito de Lavapiés y habiendo dejado dos butacas vacías en los Cines Ideal, Inés sale del baño metida en un pozo de miseria. Entonces, Paula, mientras abraza a su amiga, le dice: «Vamos a comer fuera». Inés, que en ese momento ni se acuerda de la importancia de la ingesta de alimentos, siente que es IMPOSIBLE comer fuera. ¿Cómo va a comer fuera? ¿Existe si quiera ese «fuera»? ¿Existe el mundo más allá de lo ocurrido en ese baño, de la conversación telefónica? Pues sí, el mundo existe. El mundo sigue existiendo, a pesar de todo. Comen canelones de calabacín en el lindísimo restaurante Achuri e Inés ve que el mundo sigue funcionando más allá de su pena.
Desde que esto pasó, siempre nos decimos la una a la otra que hay que comer fuera. Hay que levantarse de la cama y mirar por la ventana para sentir que existe algo más allá de tu, muchas veces, insoportable realidad. Por muy doloroso que sea lo que te está pasando, el mundo no se ha parado por tu sufrimiento. Esta idea la encontramos en Nuestra parte de noche, después de que Juan se revele a Rosario como Médium (si no sabes de qué estamos hablando, shame on you). Lo que ha sucedido es tan fuerte que Rosario le dice a su padre: «Cómo podemos seguir después de esto, cómo pueden ustedes, el mundo es estúpido, la gente que lo ignora todo es despreciable». Y él contesta: «Es que no pasa nada después de esto, hija. Al día siguiente tenemos hambre y comemos, queremos estar al sol y nadamos, nos tenemos que afeitar, hay que atender a los contadores y visitar los campos porque queremos seguir teniendo dinero. Lo que pasa es real, pero la vida también». Por eso es tan importante habitar lugares que nos permitan, simplemente, seguir con la vida. Y, si no podemos con la vida, como dice Pedro Mairal: «probá con la vidita».
Otra de las cosas que hacemos cuando estamos tristes es imaginar que algún día viviremos juntas en una casa parecida a la de Paloma Wool:
Nuestra casa tendría plantas, gatos e ilustraciones de Kelly Beeman por las paredes. Ambas recordamos cómo hace años queríamos tener un trabajo importante, transformar el mundo y combatir el fascismo. Ahora estamos muy tristes y muy cansadas. No esperamos conseguir un trabajo que no sea precario y sabemos que jamás podremos alquilar un piso si no es compartiéndolo con cuatro personas más. Tenemos miedo de un gobierno de Ayuso y Monasterio, del simulacro de violencia que respiramos a nuestro alrededor. Nos duele sentirnos ajenas, incomprendidas y solas el 90% del tiempo. Nos cuesta interactuar con personas que antes sentíamos como cercanas. Muchas veces nos sentimos fuera de lugar sentadas en una mesa con gente supuestamente cercana, en una fiesta, en una clase, en nuestra propia casa. Nos duele sentir rabia y tener que callarnos cuando estamos en esos lugares que antes eran seguros. Lidiamos con todo aquello que sentimos, con lo que nos pasa. Con nuestros afectos y recuerdos, con su geografía. Siri Hustvedt habla en Recuerdos del futuro de «la sensación de los márgenes», un concepto que, nos parece, consigue atrapar todo esto que tan a menudo sentimos:
«¿Me recuerdo aburrida, cansada o ambas cosas? Empezaba a sentirme sola e inquieta. No es nada nuevo. Lo llamo “la sensación de los márgenes”. O tal vez es la sensación del abismo: se abre una brecha entre el lugar donde me encuentro y yo, una gran línea divisoria que va en aumento y que no puede franquearse. ¿Qué es lo que me separa de tantas personas? ¿Es una inclinación mental?».
Este párrafo nos parece brillante, iluminador.
Ambas coincidimos en que lo único que queremos es vivir en una casa grande, pero sin oscuridad. Solo queremos estar tranquilas, serenas. No queremos un yate, ni un puestazo en una torre muy alta, ni una familia perfecta como la de María Pombo. Solo queremos vivir con nuestras amigas y cuidarnos mucho entre nosotras. Queremos fundar un MONASTERIO LAICO DEL AMOR. Quizás podríamos ser santeras en San Tirso, una ermita de Arnedillo que está excavada en la roca. Vivir allí, al lado del barranco, debajo de las aulagas. O quizás podríamos vivir en la mansión de Vigo que tanto le gusta a Paula y pasar allí la Navidad. Navidades con silencios cómodos y sin que tu tío te ofrezca jamón cada cinco minutos preguntándote si «se te ha pasado ya la tontería». Sería algo así:
Ambas obras son de Leonora Carrington, una lindísima entidad de la que hablaremos en alguna cartita.
Anoche leímos un texto que nos ha hecho pensar en la importancia que tiene la manera en que vivimos: el lugar, la calle, el edificio que consideramos nuestro hogar. El texto es Política de vivienda y disciplinas industriales paternalistas en Asturias, de José Sierra Álvarez. En él se explica cómo funcionó el alojamiento como técnica para organizar a la mano de obra a principios del S.XX. Se pretendía «desarraigar, atraer, fijar, disciplinar» a los trabajadores de las minas asturianas. El problema era que faltaba mano de obra y para atraerla se decidió cambiar su modo de vida: «La revolución en el modo de producir debía ser también – y tal vez antes – una revolución en el modo de vivir». Así, se pretendía disolver su modo de vida anterior, y se buscaba una reorganización de los cuerpos vivos en el espacio: «Construir en torno a su empresa un mundo cerrado, autónomo, inmóvil y sin fisuras». ¿Cómo conseguir todo esto? Pues a través de la vivienda y de, por supuesto, la familia. Esta era entendida como un modelo disciplinario a través del cual los obreros se volvían más fieles a la empresa, porque estaba en sus intereses conservar un trabajo fijo para mantener a sus familias. La dominación se produce a través de los afectos. Es por ello que los «tugurios» se convirtieron en hogares: se acabó con los problemas sanitarios y físicos, pero también con los llamados focos de infección moral. Se debía conservar la inocencia y el pudor y rechazar el vicio y las pasiones. Las mujeres debían dejar de gastar sus fuerzas en el trabajo, porque tenían que «llenar como es debido su misión en la familia». Es decir, parir, cocinar y criar. De esta manera los obreros fueron «secuestrados» en su propia casa: «En la intimidad de las paredes así dibujadas, fuera de toda ruidosa vecindad, habría de tener lugar el prodigioso y esperado nacimiento de la familia obrera». ¿No estamos todas secuestradas en nuestra propia casa de alguna manera, determinadas por la manera en que se organiza nuestra intimidad? ¿Cómo influye el lugar en el que vives en la persona que eres? ¿Y el tipo de vivienda a la que llamas «hogar»?
¿Cómo sería nuestro monasterio? Luminoso, con baldosas de colores y muchas plantas. En la puerta pondría: «así son los hombres», nuestra frase más pronunciada en 2021. Comeríamos muchas lentejas hechas por Inés y eliminaríamos el puré del menú porque a Paula no le gusta. No habría Dios, claro. Le rezaríamos a la única diosa a la que adoramos:
Y, sobre todo, creeríamos en el amor que se expresa en esta carta que envió Marx a Engels en abril de 1855, tras la muerte de su hijo:
Querido Engels,
Estoy pensando en subir a Manchester con mi mujer el miércoles; le vendría bien un cambio de aires por unos días. Si no hay cambio de planes llegamos el miércoles. De todas formas te escribiré de nuevo el lunes.
Ni que decir tiene que la casa ha estado desolada e inhóspita desde la muerte del querido hijo, que era su vida y su alma. No puedo expresarte lo mucho que echamos de menos al niño a cada instante. Yo ya había tenido mala suerte, pero solo ahora sé lo que es la verdadera tristeza. Estoy roto. Desde el funeral he tenido la suerte de tener dolores de cabeza tan fuertes que no puedo pensar, ni oír, ni ver.
En medio de todos los terribles tormentos que he tenido que soportar últimamente, pensar en ti y en tu amistad siempre me ha sostenido, igual que lo ha hecho la esperanza de que todavía nos queda algo sensato que hacer juntos en este mundo.
Tuyo,
K. M.
Esa última línea nos punza profundamente. Pese al dolor, pese a sentirte roto y descompuesto, hay una persona existiendo por ahí cuyo amor te sostiene, te mantiene a flote. Quizá eso sea lo único importante: que, al leer esta carta, pienses en alguien. En aquellas personas a las que invitarías a tu monasterio, con quienes compartes tu vida, aquellas con las que no tienes que fingir. Ni callarte, ni dejar parte de ti adormecida durante las horas que dura una cena. Aquellas personas con las que puedes hacer algo sensato en el mundo. Por muy triste que estés, la existencia de esas personas te salva, te hace respirar. Porque eso es todo lo que queremos: respirar. Y quizás una manera de conseguirlo sea construir tu vida como desees. Construir tu pequeño territorio, el pedazo de tierra que no es tuyo porque lo hayas comprado, sino porque perteneces a él. Echar raíces en algún lugar y, sobre todo, dentro de los cuerpos de aquellos que caminan contigo. Huir de las utopías que te intentan convencer de que tienes que comprarte un chalet con piscina en cuyo jardín corretearán tus hijos. De que, preferiblemente antes de los 30 años, encontrarás a tu alma gemela, con la que te apetecerá compartir lo que te queda de vida.
Lo doloroso es que, pese a saber que la familia es una ficción y una forma de dominación incrustada incluso en los lugares más inaccesibles de nuestros hogares, es difícil escapar a todo esto. Es difícil crear esos lugares que son nuestros y que existen en nuestras cabezas. Nosotras llevamos tiempo dándole vueltas a la idea de un espacio así, que nos dé de comer y en el que construir algo propio. Sabemos dónde estaría: en el jardín de la Parroquia de San Sebastián (¿Estamos un poco místicas de más últimamente, no?). Trabajaríamos vendiendo libros, poniendo cafés y organizando conferencias. No cobraríamos mucho, pero sí lo suficiente. Punzadas es, de alguna manera, el equivalente virtual de este espacio. (Nos falta financiación, claro. Si tenéis dinero podéis ser nuestras socias).
Hemos sentido punzadas de dolor escribiendo este texto. Vienen de fuera, de dentro, de todas partes. No sabemos muy bien lo que hemos dicho porque tampoco pretendíamos decir nada. Solo reconocer nuestro dolor y que hay situaciones en las que no hay nada que puedas o quieras decir. Y está bien.
La farsa colectiva de hoy es que el Año Nuevo está lleno de felicidad y todo el mundo empieza el año contento y deseando abrir nuevos capítulos: dejar de fumar, hacer ejercicio, encontrar un hombre mágico (no existen) y comer fruta. Nuestro único propósito para este 2022 es respirar. Y respirar juntas, escuchando el aliento cercano de los que nos llenan. Esperamos que todo vaya a mejor (a peor es complicado) y si has llegado hasta aquí te mandamos un abrazo fuerte y mucho ánimo para encarar este Año Nuevo.
En cuanto a la música, hoy proponemos a una linda entidad: Hildegard von Bingen.
Seguro que su música sonaría bien en nuestro monasterio.
Y, por supuesto, hay que escuchar Puta, un disco importantísimo que es, según la propia Zahara: «una denuncia a un sistema heteropatriarcal, un ataque a los abusos, a las violaciones y a la presión sobre las mujeres».
Adelante,
Paula & Inés
Objetivo 2022: respirar
Es la primera de sus cartas que leo y la encontré maravillosa!! Tan triste y real. ❤️
Una brutalidad de buena esta última Punzada ♥️💌✨ (todas lo son, también os digo jajaja)