Queridísimas lectoras:
¿Cómo estáis? Nosotras un poco atoradas por razones evidentes. Las imágenes que llegan de Kiev son terroríficas y parecen sacadas de una serie de televisión, pero suponemos que son la realidad de mucha gente en sitios no tan lejanos como Ucrania. No entendemos mucho, tenemos un poco de miedo y como no podemos resolver nada desde aquí, vamos a intentar seguir con lo nuestro (y si alguien entiende de la movida, que nos mande un audio explicativo), aunque tampoco sabemos muy bien qué hacer. Inés anda leyendo cada artículo que encuentra sobre el conflicto y Paula se ha vuelto adicta a Hora25, pero aun así sentimos que no debemos opinar demasiado, que para eso están los analistas internacionales. En la carta que mandó nuestra querida Carmen Pacheco ayer (una de nuestras newsletters favoritas) también se planteaba la pregunta de cómo seguir con nuestros proyectos cuando todo lo que vemos en las noticias es horror y más horror. Alivia saber que no estamos solas en esta duda. Vamos a intentarlo.
La semana pasada os presentábamos la rama hablada de este proyecto, nuestro podcast Punzadas Sonoras. Nos han llegado mensajes lindísimos de gente que lo escuchó y a quienes le alegramos el domingo. Sois las mejores. Muchas muchas muchas gracias. Mientras preparamos la próxima punzada sonora (con colaboradoras estupendas) hemos estado reflexionando sobre los programas de televsión. En concreto, sobre los realities.
Todo esto viene porque Paula empezó a ver Soy Georgina (es que no podemos evitarlo cuando todo twitter está hablando de algo y encima los memes son buenos). En cuanto vio diez minutos avisó a Inés y acabamos las dos mandándonos burbujas de telegram (muy distintas y bastante menos desconcertantes que las bolitas de las que han hablado Anna Pacheco y Andrea Gumes en el último Ciberlocutorio):
Estábamos las dos gritando porque no entendíamos muy bien… nada. ¿Por qué la gente ve esto? ¿Por qué nos lo estamos pasando tan bien? ¿Los ricos están todos locos? ¿Hay algo que se rompe cuando tienes demasiado dinero? ¿Tiene todo esto algo que ver con el capitalismo emocional? No vamos a hablar de todo en esta carta (en parte porque creemos que puede ser divertido comentar el tema Georgina en el podcast, principalmente para que nos escuchéis gritar). Pero sobre lo que sí queremos reflexionar es sobre la exposición de la intimidad en la televisión, cómo se relaciona esto con el capitalismo emocional y hasta qué punto es bueno o malo consumir este tipo de programas. El hecho de no condenarlos de forma tajante e incluso dedicarles tiempo ya es visto por mucha gente como problemático. A nosotras se nos ha mirado raro en ocasiones por ver o comentar este tipo de programas. De repente esa persona te pregunta: «¿Tú?» (modo escena dramática de «cómo has podido»). Sin embargo, como hemos hecho con otros temas complejos como la infidelidad o la reflexión acerca de la libertad sexual, creemos que no todo es blanco o negro, sino que todas las cuestiones tienen muchas aristas y vertientes posibles. Por eso avisamos desde ya: no tenemos opinión clara, así que os leéis nuestro planteamiento y decidís vosotras, que para eso sois mayorcitas (y nosotras solo queremos tumbarnos en el sofá a comer chocapics).
Primeras reacciones al programa:
No podemos hablar de capitalismo emocional e intimidad sin hablar de Eva Illouz. Illouz dice que nuestra vida emocional y nuestros hábitos de consumo están ahora más ligados que nunca. Nuestra vida emocional implica también una relación específica con nuestra intimidad y la intimidad de los otros. Y más allá de eso, dice que «los commodities [lo que consumimos] facilitan la expresión y la experiencia de las emociones; las emociones se convierten en commodities». Podríamos decir que la intimidad y la vida privada se han convertido en un producto comercial, directa o indirectamente. Seguimos a desconocidos en Instagram que nos muestran qué desayunan, qué tipo de ejercicio hacen, cómo va su embarazo, la crianza de sus hijos o sus relaciones de pareja. La fama ya no está ligada a un talento o habilidad especial, ya no hace falta ser bueno en algo, ni siquiera hay que ser interesante. Ahora las vidas ordinarias se consumen como si fuesen espectáculos apasionantes, se han convertido en emodities, en una manera de publicitar no solo productos, sino estilos de vida.
Es evidente que la vida de Georgina no es una vida ordinaria y quizás en eso radique el interés del programa, en asomarse a una existencia basada en un lujo al que ninguna de nosotras podrá nunca llegar (otro día hablamos de si esa vida es deseable). Aun así, Georgina expone de cierta manera su intimidad, pero no de cualquier manera. La intimidad que se nos muestra en el programa de Netflix es una intimidad guionizada, igual que las intimidades que exponen las mamis influencers es una intimidad seleccionada cuidadosamente para los miles de seguidores que cada día consumen vidas ajenas (como vampirillos). Es paradójico esto, como si la televisión no pudiese desprenderse del guion y el afán de control en una época en la que lo que parece valorarse más es precisamente la espontaneidad y la naturalidad.
¿Por qué nos chirrían las frases de Georgina? Porque esa no es Georgina hablando. Georgina ha intentado hacer un programa para que la gente la conozca, o, para que la gente conozca una versión de sí misma que la deje en buen lugar, pero el resultado, a causa de lo forzado del guion y de su incapacidad de hacer que las frases salgan naturales, es una cosa esperpéntica (un poco como esta frase, que nos ha quedado larguísima). Dice Javier Lima en este artículo de El Salto: «Los realities surgen en los ’90 del agotamiento de otros formatos. Todo está muy visto. La televisión necesita frescura, espontaneidad, novedad. Y qué mejor para conseguirlas que personas reales, sin papel, sin guion». BUENO. Efectivamente, eso sería lo ideal, pero sabemos que en la realidad del reality (jeje) no es así para nada. Lima nos dice: «Es evidente que la novedad, la espontaneidad y la frescura son historia. Las personas que aparecen en los realities tienen un papel muy claro: el de personas que aparecen en los realities». Sí. Igual que las amigas de Georgina (¿amigas?) tienen claro su papel: perritas falderas que se dedican a ensalzar a la persona que de vez en cuando se las lleva de viaje un miércoles por la mañana en su yate privado.
No podemos hablar de capitalismo emocional sin hablar de Illouz y no podemos hablar de televisión sin hablar de Bourdieu. Pierre Bourdieu se plantea qué hacer con los contenidos televisivos que nos generan dudas en su ensayo Sobre la televisión: «¿No debería concluir, junto con buen número de intelectuales, de artistas, de escritores, y de los más destacados, que sería mejor abstenerse de utilizarla [la televisión] como medio de expresión? Me parece que no se puede aceptar esta alternativa tajante, en términos de todo o nada. Creo que es importante hablar por televisión, pero en determinadas condiciones». Las condiciones que propone Bourdieu son interesantes y si decidís leeros el ensayito no volveréis a ver un telediario de la misma manera, pero lo dejamos a vuestra curiosidad si es que queréis investigar un poco por ahí.
Foucault expone que las sociedades disciplinarias que alcanzan su culminación en el siglo XX funcionan en base a «grandes centros de encierro». Deleuze dice, hablando de estas sociedades foucaultianas, que «el individuo pasa sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus propias leyes: primero la familia, después la escuela, después el cuartel, a continuación la fábrica…». Podríamos decir que la televisión o las redes sociales forman parte también de esa cadena de «grandes centros de encierro», aunque no sean palpables y sus paredes estén hechas de código binario. Estos espacios virtuales también tienen sus propias leyes, igual que los programas de televisión. Pensamos en fenónemos como Gran Hermano o La isla de las tentaciones, diseñados precisamente para actuar como un panóptico de la intimidad ajena. Los sujetos están encerrados (voluntariamente, eso sí) en casas donde son grabados 24h excepto en los baños y se exponen a diferentes pruebas que implican su vida emocional. Es decir, podríamos ver Villa Playa y Villa Montaña (las casas donde se alojan los concursantes de La isla de las tentaciones) como un ejemplo moderno de los «grandes centros de encierro» que mencionábamos antes de la mano de Deleuze. The catch, que todo esto está diseñado para entretenerte, amiga.
Eudald Espluga, en El Salto, también reflexionaba hace tiempo sobre La isla de las tentaciones, esta vez en relación al lenguaje terapéutico que se utiliza en el programa y la tergiversación de relatos aparentemente emancipatorios. Él también hablaba de la mano de Illouz cuando decía: «El análisis de Illouz resulta especialmente interesante para entender hasta qué punto el trabajo emocional del yo sobre sí mismo se ha convertido en el verdadero protagonista del reality: en la medida en que este discurso terapéutico es tautológico, cualquier forma de malestar se traduce en un fallo de ese “yo”, que no está esforzado lo suficiente en ser idéntico a sí mismo». Os dejamos el artículo, que es interesantísimo (Eudald un saludo que sabemos que nos lees).
Es importante reparar también en que no solo se exponen emociones o un tipo de intimidad relacionada con el amor, el sexo o los celos, sino que en televisión también triunfa la explotación del sufrimiento. Cuando ocurren cierto tipo de crímenes (secuestros, desapariciones, violaciones, asesinatos, etc.), vemos cómo los medios de comunicación intentan capturar cada lágrima de los familiares de la víctima. Se afincan en el lugar para exprimir el sufrimiento, la desesperación y el miedo de las personas afectadas. Uno de los casos más conocidos en nuestro país de este tipo de reacción por parte de medios y ciudadanía (no hay que olvidarse de que alguien está siempre viendo lo que se emite) es el caso Alcàsser.
Esto se puede ver en el documental de Elías León Siminiani, El caso Alcàsser, disponible en Netflix. Este documental se centra en la reacción mediática y en la forma en que los medios de comunicación abordaron el caso. Uno de los elementos que más ha trascendido de este crimen fue precisamente lo que se ha llamado «el circo mediático» que se formó en torno a él en 1992. En el documental podemos ver las imágenes que se emitieron en su día en la televisión: una especie de rueda de prensa en directo con los familiares de las víctimas y los vecinos del pueblo como público en el que los avances del caso se iban conociendo en directo. Podemos ver las reacciones de las madres y los padres al conocer la noticia del hallazgo de los cadáveres y su posterior identificación. ¿Está bien que veamos estas cosas en directo? ¿Hay cierto tipo de morbo que nos impulsa a estar pegados a la televisión cuando suceden estos crímenes? ¿Es necesario que los medios de comunicación actúen de esa manera? ¿Hasta dónde llega la obligación y el derecho de informar y estar informados? El documental es duro de ver, pero interesante. Si tenéis reflexiones sobre estos temas, nos encantaría leerlas.
El Caso Alcàsser es quizás uno de los ejemplos más radicales de la explotación del sufrimiento, pero quizás haya un hilo que lo conecta con casos más banales. Podemos encontrar ejemplos distintos de la explotación de dolores diferentes en programas ya mencionados como La isla de las tentaciones, donde vemos ataques de ansiedad o de pánico desde nuestro sofá. Como espectadores aceptamos un doble juego: que las emociones que vemos son reales, y que a su vez las situaciones están manipuladas por los magos de la televisión, los productores, guionistas y directores. Es interesante pensar en esa «autenticidad construida» que aceptamos como algo propio de la televisión y que a veces como espectadores es difícil de conjugar. Incluso en los casos de crímenes reales que sufren personas reales quizá no podamos hablar de autenticidad absoluta dado que todo está mediado por el formato televisivo. ¿No olvidamos a veces que las personas a las que vemos sufrir son personas de verdad, no personajes? ¿No convertimos a las personas (tanto a participantes de programas como a familiares de víctimas) en héroes, villanos o personajes secundarios?
Todos estos programas ofrecen una ventana, una cerradura a través de la cual asomarse a las intimidades de desconocidos. Podemos ver un ejemplo de esto en la literatura de la mano de Annie Ernaux, que escoge algunas experiencias y acontecimientos de su vida y los narra en sus libros considerando que su trabajo tiene una dimensión social por la cual los demás podrán verse reconocidos en lo que cuenta. Así, nos dice Francisca Romeral en su tesis Escritura y humillación: el itinerario autoficcional de Annie Ernaux, que «su obra está centrada en la representación de su vida íntima, en la reescritura de unos contadísimos episodios de su infancia, juventud, madurez y del presente». En Pura Pasión y en Perderse vemos como la autora describe su intimidad amorosa con todo lujo de detalles. Francisca considera que «la vida privada bajo sus múltiples facetas es un argumento de venta y el público lector se complace en el consumo de libros en los que los autores vivos cuentan aspectos de su vida íntima». Está claro que no leeríamos de la misma manera los libros de Ernaux si supiéramos que son absoluta ficción. ¿Vivimos las vidas de desconocidos un poco como si fueran las nuestras y un poco despreciándoles o mirándoles como si fueran animales de zoo? ¿No nos incomoda ver a personas que son llevadas a límites peligrosos? ¿Por qué nos atraen tanto las desgracias ajenas e incluso echar un vistazo a lo que hacen personas en su espacio más íntimo?
No tenemos respuesta para estas preguntas, pero podemos pensar en posibles respuestas volviendo a Lima: «Tan precaria es nuestra identidad que nos identificamos como nunca antes con los productos que consumimos o rechazamos. Cada cual se atrinchera en sus filias y fobias, y los análisis son más justificaciones de posiciones previamente tomadas por otros motivos que reflexiones sinceras que vayan más allá de la alabanza o el enjuiciamiento». Qué verdad. Nosotras no queremos venir aquí a señalar a las personas que de vez en cuando consumen este tipo de programas, porque a) nos estaríamos señalando a nosotras mismas y b) hacer eso es de gilipollas. Dice Lima: «Tengo la sensación de que hemos perdido la capacidad de analizar y criticar los productos culturales. De utilizarlos para ver qué nos dicen sobre nuestro presente y nuestros futuros posibles, de pensarlos más allá de sí mismos, como inspiración, como síntoma, como dispositivo… la única pregunta posible parece ser: ¿a favor o en contra?».
Esa sería un poco la farsa colectiva de hoy, el pensar que este tipo de productos audiovisuales están por definición bien o mal. Dependerá de lo que queramos hacer con ellos si decidimos consumirlos. Nosotras no queremos subirnos a ninguna atalaya intelectual (si alguna vez hacemos eso por favor matadnos), pero tampoco queremos decir que ver Georgina un viernes noche o consumir cada capítulo de La isla de las tentaciones sea lo mejor que puedes hacer con tu tiempo, porque, chica, no. Igual que comerle la boca a un neoliberal, un capítulo de la isla o un programita tonto… uno al año no hace daño. Ante todo, intentamos no caer en el paternalismo y en los análisis superficiales, aunque a ratos sea difícil.
Os dejamos unas canciones televisivas:
(menos mal que la televisión no mató a la radio)
When the world crashes in into my living room / Television man made me what I am / People like to put the television down / But we are just good friends / (I'm a) television man
Adelante,
Paula & Inés