Queridísimas lectoras:
¿Cómo estáis? Esperamos que estéis bien y sin catarro (parece imposible estas semanas). Nosotras seguimos celebrando que Deforme Semanal ha ganado un Ondas. Qué bonito e importante es que se reconozca lo mágicas que son Isabel y Lucía al conseguir que, cuando te preguntan si eres concursanta, te sientas parte de algo, en casa.
Escribiendo esta carta nos recordamos sentadas en nuestro despacho de la Universidad Autónoma, un espacio que hicimos nuestro y en el que pasamos muchos ratos. En realidad, pese a la aparente dignidad de la palabra “despacho”, se trata de una mesa rota del pasillo del segundo piso. Cuando llegó el verano hacía mucho calor, los asientos de plástico se hacían incómodos y teníamos que hacer un esfuerzo para no levantarnos de la silla y seguir escribiendo el TFG. Esos días hablábamos de lo mucho que nos gustaría ser una bruma, no tener cuerpo. Hace poco le pedimos a nuestra amiga Marta unas palabras sobre el tema de hoy, nos hacía mucha ilusión que nos acompañara en la escritura de esta carta. En el texto que nos mandó, dice: «Me gustaría mucho poder llegar a ser un concepto abstracto que no necesitase corporeidad para poder existir».
¿Todas queremos ser brumas, entidades sin cuerpo, conceptos abstractos?
Antes de intentar responder, vamos a hablar de nuestra amiga ficticia de hoy: Ana.
Ana va al instituto y siente presión, miedo y vergüenza por muchas cosas. Una de ellas tiene que ver con los vestuarios del gimnasio. La profesora de educación física hace a las alumnas cambiarse de camiseta cuando terminan la clase. La situación es un poco así:
Para Ana, desnudarse en esta pequeña sala que apesta a colonia y a desodorante supone someterse a un examen de sus pechos, del sujetador que lleva, de su vientre no lo suficientemente plano, de los pelos que tiene en las axilas. Al comenzar el instituto, Ana no llevaba sujetador. Utilizaba una especie de tops que, más que para sujetar los pechos (por aquel entonces no había nada que sujetar) servían para camuflar la presencia de sus pezones. Un día en los vestuarios, llevando su top favorito, una chica que tenía un cuerpo mucho más desarrollado que el suyo le preguntó, medio riéndose: «¿Todavía llevas lo que utilizan las niñas?». Otro día, en otro curso, una compañera le dijo: «Madre mía, Ana, estás plana, plana». Desde el momento en que la primera pregunta fue formulada, empezó a llevar sujetador todos los días, incluso cuando no lo necesitaba. Incluso cuando le hacía daño. Debía sentirse un poco así:
Otro día volvía de una excursión al campo que habían organizado en su colegio. Estaba sentada en el bus junto a una amiga suya. Ana llevaba pantalones cortos. En un momento dado, su amiga vio sus piernas, y le preguntó: «¿Cómo es que aún no te depilas?». Apenas tenía once años, pero esa pregunta le hirió. No tanto por la pregunta en sí, sino por cómo le hizo sentir. Deseó que pasara esto:
A todo esto, se sumaba el drama de cada mes. Salir a la pizarra a resolver algún problema matemático los días que tenía la regla era todo un calvario. Allí, de espaldas al resto, sentía que muchos ojos analizaban su cuerpo. Lo sometían a examen. La posibilidad de manchar el pantalón era una catástrofe que le hacía encogerse y apretar las piernas. A algunas chicas les había pasado y todo el mundo se enteraba, era la noticia del día. Las pobres desgraciadas tenían que pasar la mañana envueltas en chaquetas atadas a la cintura. Además de la salida al escaparate, también eran tensas las salidas al baño en los descansos entre clase y clase. Había que esconder las compresas y los tampones entre las páginas de la agenda, o entre las cajas de rotuladores.
Ahora que han pasado unos años desde que empezó a cambiar, Ana no logra recordar ningún momento en el que no sintiese vergüenza o incomodidad hacia su propio cuerpo. Este cambio dio lugar a la aparición de numerosas tareas. Tareas para moldear, controlar y dominar su cuerpo. Para hacerlo normal, gustable.
¿Crema depilatoria, cuchilla, láser o cera? ¿Sujetadores con aro, con relleno, abrochados por delante o por detrás? ¿Gimnasio o dieta para tener el cuerpo preparado para el verano? ¿Bragas que no se notan o tanga?
Todas estas preguntas, más las planteadas literalmente por sus compañeras, hacían que desde la infancia albergara la sensación de que, con independencia de cómo fuese su cuerpo, estaba obligada a hacer algo para cambiarlo. Cada pregunta no era sino la constatación de que no había hecho ese algo, y eso le hacía sentir mal. Sentía vergüenza por sus pelos. Sentía vergüenza por su propio cuerpo. Y sentía vergüenza por sí misma, porque no había hecho lo que se suponía que tenía que hacer. Se sentía así:
La historia de Ana está compuesta de los relatos de muchas personas. De nuestros relatos. Esta serie de experiencias y vivencias que hemos vivido las niñas, las adolescentes y las mujeres adultas a lo largo de nuestras vidas nos introducen de lleno en un imaginario que, desgraciadamente, nos esclaviza a nuestros propios cuerpos. De manera inconsciente, en la piscina seguimos procurando no abrirnos de piernas por si se nos ve el vello púbico (el vello púbico no es público). También seguimos escondiendo tampones en la mano cuando tenemos que ir a cambiarnos. Seguimos sintiendo vergüenza cuando nos miran las piernas sin depilar en el transporte público, cuando nos preguntan: «¿No te da vergüenza llevar esas pelambreras?». Y, por supuesto, seguimos sintiendo una punzada en el estómago cuando nos hacen comentarios sobre nuestro peso. Cuando nos recuerdan lo importante que es estar delgadas: supone algo así como triunfar en la vida. Nos incomodan las miradas dirigidas hacia nuestros pechos cuando andamos por la calle llevando una camiseta con escote y los recordatorios de lo importante que es llevar sujetador porque si no, «se te caen las tetas».
Nuestro cuerpo es una especie de depósito o baúl en el que descansan normas, valores, pensamientos, creencias o principios. Yidy P. Casadiegos y Stella González en “Hermenéutica del cuerpo” proponen que existe un isomorfismo entre la estructura de poder y el tipo de corporalidad que se impone: nos invitan a hacer una lectura entre cuerpo-individuo y cuerpo-sociedad. Nuestros cuerpos recogen los diferentes significados y sentidos de valores, ideologías y estructuras sociales. Estamos atrapadas en cuerpos, somos afectadas por una violencia que no viene de fuera, sino que está dentro de una misma, inscrita en nosotras. El cuerpo es un mundo cargado de sentido.
Hemos pasado largos ratos hablando de lo mucho que nos gustaría ser una bruma. Un concepto abstracto, una entidad que no necesitase corporeidad para poder existir. Olvidar la cuchilla, la dieta, el desodorante, las planchas, las bragas que no se notan (todas estas cosas están bien si se utilizan por gusto y no por gustar). Pero nos gustaría aún más poder llegar a sentir algún día que nuestro cuerpo no nos molesta. Que es nuestro, que no es para otros. Que no debemos dominarlo, dejarlo a punto. Nos gustaría respirar, tener un cuerpo propio.
Recomendamos muchísimo la reseña que hizo Marta de Esta es mi sangre, de Élise Thiébaut. Marta tiene una lindísima cuenta de Instagram donde recomienda libros y hace reseñas (y es probablemente una de las cuentas literarias más estéticamente agradables).
También el podcast Manchurrón en el pantalón de 'Estirando el chicle’. (Enhorabuena por su Ondas también).
La farsa colectiva de hoy es que «cada una hace con su cuerpo lo que quiere». Muchas veces, cuando protestamos por lo esclavizadas que estamos a nuestros cuerpos, las respuestas son del tipo: «si no quieres no te depiles y ya está». Es muy fácil reivindicar esa libertad de elección cuando el marco sigue siendo opresivo. Sin embargo, no es tan fácil decidir no depilarte las piernas si recibes múltiples comentarios al respecto que van acompañados de miradas de desaprobación, condena y repulsión.
Adelante,
Marta, Inés & Paula