Dedicado a los amores tipo A, a los amores tipo B
a los que nos hicieron daño y a los que nos cuidan.
Queridísimas lectoras:
Ahora sí, ha llegado definitivamente el frío. Nosotras buscamos hogueras allá donde podamos encontrarlas: en nuestras amigas, en los libros y también, por qué no, en el amor. Avisamos de que esta carta está llena de incertidumbre y dudas. Generalmente no buscamos sentar cátedra sobre nada, pero es cierto que este tema se nos escapa muchas veces por su naturaleza fluida y escurridiza (¡como el amor!). Hemos reflexionado en cartas anteriores sobre comportamientos tóxicos y presunción de vulnerabilidad, y hoy queríamos explicaros nuestra teoría del amor. Inevitablemente la mente humana busca etiquetar y clasificar las experiencias, comprender los sentimientos que atraviesa. Así, hace unos meses distinguíamos dos tipos de amor (posibles efectos secundarios de esta carta: repasar todos vuestros crushes y relaciones para ver dónde encajan):
Amor tipo A: ese amor físico, poderoso y casi inevitable, que llega sin avisar y cuando menos te lo esperas y sobre todo, de quien menos te lo esperas.
Amor tipo B: relacionado con el decidir que te gusta alguien, que esa persona encaja en tus estándares «racionales» de persona interesante, atractiva.
Por ejemplo: de repente conoces a un chico que estudia en la facultad de filosofía, lleva las uñas pintadas de negro, no parece votar a VOX ni amar a España con toda su alma, y piensas «este chaval me gusta». En este tipo de situaciones conoces la personalidad y los gustos de la persona, encaja con tu visión del mundo, te ves a ti misma con él. Es un interés «racional», de alguna manera, elegido. Por el otro lado tenemos al chico que te tiene obsesionada desde los quince años, esa espinita que no has conseguido quitarte nunca. Su vida te parece insulsa y encima el chaval en cuestión no para de hacer comentarios absurdos sobre las mujeres que, tú sabes, porque eres una chica lista, están fatal. Pero sientes un montón de cosas y no puedes evitarlo.
[Ojo, no queremos decir que todos los amores tipo A se den con personas horribles (¡para nada!), simplemente queremos ilustrar que es algo incontrolable, mucho más difícil de gestionar que lo que llamaríamos un «amor tipo B».]
Dándole vueltas a esta «teoría» nos topamos con dos conceptos muy interesantes en la lectura de La cámara lúcida, de Roland Barthes. Barthes diferencia entre dos elementos que podemos encontrar a la hora de mirar una fotografía: el studium y el punctum.
El studium es un interés impulsado racionalmente por una cierta cultura moral y política. Es decir, te interesas por lo que dice la fotografía como sujeto cultural (en función del propio saber y de la propia cultura, tu reacción cambia). Dice Barthes: «No provoca en mí [la fotografía] más que un interés general y por así decirlo educado: me gusta o disgusta. [...] La fotografía puede gritar, nunca herir». Este tipo de reacción tiene más que ver con el gustar (to like) que con el goce (to love).
Por otro lado, el punctum (el concepto en torno al cual está articulado todo nuestro proyecto), «sale de la escena como una flecha y viene a punzarme». Barthes denomina a este fenómeno de distintas maneras: pinchazo, herida, agujerito, pequeña mancha, punto, pequeño corte. Es aquello que despunta, lastima, hiere, fustiga, atraviesa, raya, atrae o punza. Es un detalle que no tiene que ver con lo educado, con el buen gusto ni con lo codificado: es un campo ciego, inevitable, ilocalizable, inintencional y latente. «Es algo que me ha hecho vibrar, que ha provocado en mí un pequeño estremecimiento».
¿Cómo encaja esto con nuestra teoría? El amor tipo A sería un flechazo, aquello que lastima y punza; el amor tipo B es un interés educado, tiene que ver con la dotación de sentido, la cultura. Somos conscientes de que esta distinción radical entre lo que nosotras de manera simplificada llamamos amor irracional y amor racional es muy problemática. Sabemos que la realidad de las relaciones amorosas y sociales es mucho más compleja, y que no se pueden encasillar los amores en dos grupos sin más. Aun así, a medida que avanzamos en lecturas, encontramos ejemplos de historias (ficciones o no) que pueden relacionarse con la teoría:
Una buena manera de ilustrar el punctum (= amor tipo A) es atender a lo que cuenta Annie Ernaux en Pura pasión. Ernaux escribe: «Desde septiembre del año pasado no he hecho más que esperar a un hombre: he estado esperando que me llamara y viniera a verme.» Este librito de Ernaux cuenta la relación obsesiva de la narradora con un hombre. Ella vive por y para sus encuentros, no piensa en otra cosa, es la viva imagen de la persona enamorada que no come ni duerme ni es capaz de continuar con su vida sin el recuerdo constante y presente del amado. Esto conlleva, por supuesto, un desgarramiento dentro de la propia rutina de la persona enamorada. Hablamos del punctum aquí porque la autora explica en el libro cómo toda su vida, su horizonte y su realidad se limitaban a la espera de sus llamadas, al tiempo entre su llegada y su partida. «Yo no era más que tiempo pasado a través de mí». Viviendo solo para su pasión, el resto de acontecimientos del mundo no importaban. La intensidad de sus sensaciones se ve muy bien reflejada en algo que escribe cuando la pasión y la relación terminan y el dolor y la pérdida la sobrepasan: «Una noche, se me ocurrió someterme a la prueba del sida: por lo menos me habría dejado eso.» Esta pasión le lleva a poner su vida en pausa, repudiar todo lo que no tenga que ver con él, abandonar aquello que antes le apetecía o le interesaba. Solo quiere entregarse sin límites a esa ensoñación, aunque todo esto le hiciese tener creencias o comportamientos que antes consideraba reprobables o insensatos. No era elegido, intencional o interesado, simplemente, era.
También encontramos otro ejemplo de este tipo de sentimientos en Carta de una desconocida. Ahí, Stefan Zweig relata la pasión de una mujer por un hombre al que apenas conoce. La obsesión comienza cuando la narradora es una niña y ve a su vecino por primera vez: «Mi vida giraba alrededor de la tuya, tu vida me preocupaba con toda la insistencia, la obsesiva obstinación de una niña de trece años. Te observaba, vigilaba tus costumbres y la gente que venía a verte, y todo ello, lejos de disminuirla, aumentaba la curiosidad que sentía por ti.» Tal y como cuenta Zweig en este relato, la curiosidad es un pozo sin fondo cuando nos enamoramos de estas maneras. La narradora escribe también: «De los trece a los dieciséis años viví cada hora dentro de ti». Así es exactamente cómo sentimos un enamoramiento punzante, querríamos meternos dentro del amado, habitarle el tiempo que él nos deje estar.
Esta obsesión desbordante que (creemos) todas hemos experimentado alguna vez también nos lleva a cuestionarnos hasta qué punto la etiqueta de «irracional» encaja en estos casos. Es decir, hasta qué punto se nos va la cabeza y dejamos de ser conscientes de lo que estamos haciendo. Quizás no sea así del todo, quizás en la caída hacia el amor y hacia el dolor potencial somos conscientes de lo que nos sucede.
Todo esto nos recuerda a este tuit de Paloma:
Nos fascina ese ser consciente de a dónde te están llevando tus propios actos y sentimientos y, de alguna manera, ser incapaz o no querer cambiar el rumbo, porque aunque sepas que la posibilidad del daño existe y es grande, no cambiarías por nada la experiencia de ese amor tipo A, de ese punctum que no puedes controlar. Incluso la niña de la novela de Zweig dice: «Me entregué ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo». La niña obsesionada con su vecino sabe que esa pasión que siente la está consumiendo, que está ordenando su vida alrededor de otra persona y aun así entiende, con las palabras «destino» y «abismo», que no puede hacer nada por evitarlo.
Para reflexionar acerca del studium, de ese amor tipo B, miramos a nuestra querida Eva Illouz y a su El fin del amor (que ya citamos en nuestra última carta). Illouz explica cómo el sujeto moderno debe ejercer su capacidad de elegir en campos muy diversos: «Sus gustos en materia de música y vestimenta, su título universitario y su profesión, la cantidad de parejas sexuales, el sexo de sus parejas sexuales, su propio sexo, sus amigos cercanos y distantes, son todos elegidos; son el resultado de actos decisorios, reflexivos, supervisados y deliberados». Elegimos sin parar, no solo los zapatos que nos calzamos por las mañanas, también con quién nos relacionamos. ¿Elegimos, por tanto, el amor? No podemos dejar pasar la oportunidad de recordar la famosísima cita de nuestro querido Cortázar al respecto:
«Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.»
Explica Illouz que, además de elegir, también evaluamos (esos malditos botones de me gusta... dadle me gusta a esta carta, por favor). Evaluamos visualmente (privilegiando los modelos estandarizados de atracción) y no visualmente. Esta última evaluación tiene que ver con la compatibilidad en estilo de vida, gustos, rasgos psicológicos, aficiones compartidas, deportes, viajes, consumos culturales, ideología, etc. Según Illouz: «Las transacciones sexuales y románticas no solo presuponen actos previos de consumo y se sitúan en escenarios de consumo, sino que además entrañan a dos personas que se evalúan mutuamente como consumidores.» Esto hace que, en caso de que participar juntos en estas esferas resulte complicado, sea también complejo organizar la intimidad y el deseo. ¿Es el amor tipo B, por tanto, más fácil? ¿Tiene más posibilidades de salir adelante? O, al contrario, ¿es necesario un punctum inesperado en el amor para que dos (o más) personas disfruten plenamente de su relación?
No tenemos ni idea, claro. Ni siquiera sabemos si la distinción que planteamos es útil. ¿Puede ser un amor únicamente tipo A o tipo B? ¿No es más lógico pensar que en cada enamoramiento hay un poco de ambos? ¿Hay más de A o de B en nuestras relaciones? ¿Es deseable que el amor comience siendo tipo A o tipo B y que luego se transforme? ¿Es la pura pasión de la que habla Ernaux totalmente irracional o en el fondo siempre somos conscientes cuando perdemos la cabeza por alguien? ¿Hay que querer con locura? ¿O querer con serenidad? ¿Se pueden ambas a la vez?
Para hablar de la farsa colectiva de hoy, os vamos a contar una anécdota sobre Kant: La protagonista es María Von Herbert, una linda entidad que mantuvo una correspondencia con Kant en cartas que conjugan sus problemas personales con la filosofía kantiana. En el intercambio, ambos reflexionan acerca del amor, la amistad, la mentira, el engaño o el suicidio. Ella escribe su primera carta desesperada por haber perdido una pasión pura: «Amé a alguien que a mi ver lo incluía todo en sí, de modo que sólo vivía por él era para mí una contraposición a todo lo restante, pues todo lo demás me parecían bagatelas y todas las personas, por reales que fuesen, me resultaban como palabrería sin contenido». Su correspondencia es muy interesante y os recomendamos el texto de Rae Langton al respecto: «El desconsuelo del deber. El reto de María Von Herbert a Kant». Lo que nos interesa contar es que, tras haber recibido dos cartas de María, Kant recibe una de un amigo en común en la que le dice que la chica «ha naufragado el arrecife del amor romántico […] se ha unido a una fantasía hipersensible». Este conocido hace un diagnóstico de lo que le sucede a María achacándolo a la típica histeria femenina. Así son las mujeres, se enamoran y se dejan llevar por las pasiones irracionales: son unas locas. Kant, apoyando la postura de su amigo, reúne todas las cartas privadas de María y se las envía a una tercera persona diciendo que «arroja luz sobre su extraordinario trastorno mental». Definitivamente, María es una trastornada y encima Kant le hizo ghosting. Según Langton, ella es utilizada como una herramienta por Kant y deja de ser tratada con respeto, como un ser humano. Haber pedido ayuda, buscar consejo, interesarse por la filosofía, escribir a un filósofo que se convierte en amigo, todo queda reducido a los peligros del amor romántico. María no sabe lo que hace. Sin embargo, a través de la lectura de sus cartas podemos ver lo lejos que está del trastorno mental, lo lúcidos que son sus pensamientos y lo mucho que pueden decirnos acerca del amor, el dolor, el sufrimiento, la amistad y la filosofía kantiana.
Por tanto, la farsa colectiva de hoy es que el único amor verdadero es aquel que nos vuelve locas, nos nubla el pensamiento, nos hace sufrir hasta desangrarnos por dentro. Que las mujeres se dejan arrastrar por el dichoso «arrecife del amor romántico», que no dudan, que tienen que soportarlo todo.
Si el señor Kant pensó que María era una trastornada en vez de una mujer terriblemente inteligente y sensible, quizá debería haber escrito una Crítica de la pasión pura.
La ilustración de hoy, de la mano de nuestra querida Isabelle Feliu:
Ahora, para despedirnos, unas cancioncitas de amor para flotar en el cercanías, el metro o en las salas de espera (los lugares donde, según Annie Ernaux, está autorizado el no dedicarse a nada):
«Voy a tomar el camino equivocado / voy a salirme de la trayectoria / voy a meterme en líos / jugar con fuego / incumplir las normas / voy a seguir tu senda peligrosa / voy a encender la mecha / voy a volverme loca…» ¡Ojo!
Y para bailar agarraditos si encontráis una pura pasión que merezca la pena:
Adelante,
Inés & Paula