Queridísimas lectoras:
Esperamos que el puente os haya sentado lo mejor posible y que estéis cogiendo fuerzas para la recta final del año. Nosotras seguimos con el ciclo de cartas en torno a la familia y la Navidad que os anunciábamos en la anterior entrega. Además, lo prometido es deuda y hoy sorteamos República luminosa, de Andrés Barba entre todas nuestras suscriptoras queridas (excluyendo a nuestros padres, claro). ¡Suerte!
En la carta anterior reflexionamos sobre la familia como ficción y como fuente de punzamientos negativos y situaciones difíciles. Diciembre es sin duda el mes familiar por excelencia: reencuentros con primos y tíos lejanos, ausencias que se vuelven especialmente dolorosas, regalos debajo del árbol si hay suerte y condiciones materiales que los posibiliten... pero, ¿qué más nos encontramos en estas fechas? Además de consumismo exacerbado y bombardeos publicitarios de los que hablaremos en la próxima carta (adelanto en primicia...), lo que nos encontramos en estas fechas son mentiras. Hoy os traemos un mix mágico de mentirijillas que os sonarán a todas: desde la farsa colectiva navideña por excelencia (los Reyes Magos) hasta los cuentos que te contaba tu madre antes de dormir y cuyos orígenes son mucho más turbios de lo que te imaginas. Vamos allá.
Ya que os hablamos de los Reyes Magos, tenemos que nombrar el frontal de Peñalba (Arnedillo, La Rioja BAJA), pieza románica mágica que representa la adoración de los Reyes Magos:
El frontal puede verse en la sala Várez Fisa del Museo del Prado. Dejamos también un link para ver todas las obras del Museo donde están representadas sus majestades.
¿Recordáis el momento en el que os enterasteis de que los Reyes Magos no existían? (spoiler alert). Paula se enteró con seis añitos cuando, en un bar en Galicia, les preguntó a sus padres de sopetón: «¿Los Reyes Magos sois vosotros?». Victoria y Miguel, en vez de fingir y mentir como buenos progenitores (ejem, ejem), se echaron a reír. Paula se lo contó inmediatamente a Andrea, su mejor amiga, y la farsa colectiva orquestada con mimo durante tanto tiempo por los adultos se vino abajo en la clase de 1º de primaria del C.P Príncipe Felipe.
Las primeras palabras del audio que nos envía nuestra amiga Marta (que colaboró con nosotras en la carta sobre el cuerpo), cuando le preguntamos cómo se enteró de que los Reyes Magos no existían son: «fue absolutamente traumático»: «Mi yaya es la persona en la que más confío en el mundo, recuerdo que estaba sentada en su sillón y yo le dije: oye, abuela, te puedo hacer una pregunta... ¿los Reyes son los padres? Ella me contestó: ¿Quieres que te diga la verdad? ... Sí». «Ya se me derrumbó todo», dice Marta en el audio, riendo. Pero en su momento sentir que las ficciones se derrumban no es divertido. Es curioso que Marta mencione la confianza en su anécdota, nosotras no le hemos contado de qué va esta carta, simplemente le hemos pedido que nos cuente cómo fue ese descubrimiento. Hoy queremos hablaros, por tanto, de la mentira, de los niños, de los mitos que articulan nuestras experiencias infantiles, de cómo ordenamos los afectos en estas fechas tan singulares.
Nuestra amiga Mer, cuando le preguntamos, nos cuenta: «Recuerdo tener unos 6 o 7 años y estar volviendo del parque con mi mejor amigo de aquel entonces. Se llamaba Louis y era inglés. Solía contarme muchas historias que mis padres decían que “no eran para niños”. Yo me sentía muy pequeña cuando me las contaba, como si estuviera escuchando un secreto que no me pertenecía, como si aquello estuviera mal. Ese día, mientras esperábamos para cruzar el único semáforo que recuerdo que tuviera entonces el pueblo, Louis me dijo con su acento murciano más británico: "mi madre ya me ha dejado elegir los regalos de Papá Noel de este año… porque son los padres, lo sabías ya, verdad?" Recuerdo cómo me subieron los colores en ese momento y, apoyada en el semáforo en rojo y mirando al suelo, fingí ser muy mayor e indiferente a esas "historias de niños"».
Esas historias de niños que menciona Mer y en especial el rito navideño de los Reyes Magos tiene una gran fuerza y capacidad de supervivencia debido a su carga emocional. Podemos distinguir dentro de él distintos textos: el relato mítico y el texto ritual. Aunque las personas realmente no crean en el mito, se lleva a la práctica debido a su densidad emocional. No confiamos en la verdad del relato, aunque el rito permanece y el mito se realiza en él. Incluso cuando de niños descubrimos la mentira seguimos adelante con los rituales que esta implica. Mantenemos, casi sin quererlo, las construcciones cotidianas tradicionales, realizamos de manera mecánica los rituales:
«Una partitura que ejecutan minuciosamente los padres e hijos involucrados en la transmisión del mito […] a través de las figuras de esos Reyes Magos que estuvieron allí (en el tiempo de origen) y que han de hacerse presentes en el aquí y ahora del presente inmediato, el rito se ancla en el mito y ambos se abrochan constituyendo un texto global1».
La verdad aquí, entonces, no importa demasiado, el valor de una mentira como la de los Reyes Magos está en otra parte. Es necesario que el relato se transmita oralmente y que se materialice a través del ritual y su puesta en escena, de lo contrario moriría. Paseando por Madrid intercambiamos rituales familiares. En la familia de Inés Papá Noel llamaba al timbre y sonaban unas campanillas mientras que su padre casualmente estaba cagando. Tal era la coincidencia que la Inés pequeña se preguntaba si alguna vez su padre podría no estar cagando cuando sonaran las campanillas mágicas para que las escuchara también. En la familia de Paula no es Papá Noel quien trae los regalos, sino El niño Jesús. Sí, el niño Jesús, con sus bracitos de infante recién nacido al parecer se pasaba por todas las casas del mundo, o por lo menos por la de los Ducay y dejaba un montón de regalos debajo del árbol. Increíble, ¿no? Pero creíble si tienes seis años y tus ritos familiares están muy ligados a la religión. En la familia Ducay también se canta el Adeste Fideles (sí, queridas, en latín) a medianoche cada 24 de diciembre.
¿Por qué mienten los adultos? Hay dos franjas vitales respecto a la mentira: dos franjas en los que somos mentidos, en la infancia y en la vejez, y una franja más grande donde nos convertimos en los mentirosos. Como adultos, debemos sostener las ficciones hacia los más vulnerables: niños, ancianos. Pero, ¿debemos? ¿Debemos considerar a los niños y a los ancianos como incapaces de gestionar lo complejo? Parece que tendemos a mentir a las personas tanto al principio como al final de la vida. No contamos a los niños que el abuelo está enfermo y puede que tampoco se lo contemos al propio abuelo para protegerle del sufrimiento. Pero, ¿acaso no tienen derecho las personas a estar informadas sobre su propio cuerpo? ¿No tiene derecho la abuela diagnosticada de leucemia a saber lo que le pasa, a conocer antes que nadie el diagnóstico? ¿Y los niños? ¿Cómo y por qué insistimos en mentirles? Y, ¿cuáles son las mentiras que verdaderamente importan? Nos planteamos distintas maneras de esconder la verdad (que, como siempre, no son las únicas):
1. Los Reyes Magos: la mentira mágica. Podemos entender la legitimidad de una ficción navideña como la de Papá Noel o los Reyes Magos. Este tipo de mentiras mágicas cumplen dos funciones: la de la magia y diversión y la de dominación y amenaza. Los niños tienen que ser buenos porque los Reyes Magos están viéndolos y si se portan mal recibirán carbón. Inés recuerda que en su pueblo se extendió la creencia de que la antena de un monte (La Encineta) era en realidad una cámara mediante la que vigilaban los Reyes Magos.
Todas estas ficciones pierden fuerza en algún momento: a todos se nos ha acabado la infancia. Hay infancias que incluso terminan muchas veces por distintos motivos. Todos hemos superado esa pérdida de la ilusión e inocencia al descubrir que nadie baja por la chimenea (perdón: ¿vosotras tenéis chimenea en casa?), que nadie se acerca hasta nuestra habitación en camello (aunque quizás algunas hayáis tenido camellos en vuestras habitaciones, no juzgamos). Estamos bien, ¿verdad? Podemos seguir con nuestras vidas, madurar, tomar el relevo de nuestros padres y convertirnos en los nuevos mentirosos.
2. Verdades ocultas: grandes ficciones. ¿Qué pasa con las mentiras más grandes y a la vez más sutiles que permean nuestras infancias? ¿Qué pasa cuando la mentira se formula no solo como una pretensión de sostener la inocencia del niño, sino como arquetipo de familia feliz inseparable? ¿Qué sucede cuando descubrimos, ya de adultos, que las cosas nunca fueron tan bonitas como las imaginamos en la infancia? Decíamos en la carta anterior: «Para nosotras, este descubrir que hay una especie de mundo subterráneo (un upside down, para las fans de Stranger Things) que parece habitar el vientre de nuestras familias nos supone un desgarramiento, una grieta. Quizá la familia es en realidad una farsa colectiva, quizás la mejor construida de todas, quizás la que más daño puede llegar a hacer».
3. «Papá, cuéntame un cuento»: mentiras narrativas. Con los cuentos infantiles nos pasa un poco como con los cuentos familiares: descubrimos que sus orígenes son siempre más oscuros que las versiones edulcoradas que nos llegan. Esto podemos verlo en las distintas versiones que existen de Caperucita Roja. En la versión recogida por Paul Delarue en 1957, el lobo trocea a la abuela, mete la carne en la despensa y la sangre en una botella (sabroso). Después, cuando Caperucita llega, el lobo se lo sirve para comer. La niña se bebe la sangre de su abuela y después obedece al lobo cuando este le pide que se quite la ropa y se meta con él en la cama. En esta versión, y menos mal, Caperucita logra escapar gracias a su propio ingenio: dice que tiene que ir al baño y al salir ata a un árbol la cuerda de lana que el lobo le ha puesto alrededor del tobillo. Caperucita no necesita, al menos en esta versión, la ayuda del cazador. Eso sí, se ha comido a su abuela sin querer. En algunas versiones de la historia, sin embargo, Caperucita no llega a salir ilesa. En la versión recogida por Charles Perrault en 1697, Caperucita es pintada como una niña tonta que le da al lobo la dirección de la casa de su abuela. También se quita la ropa y también se mete en la cama con el lobo. El cuento termina con el famoso:
«Abuelita, tenéis los dientes muy grandes.
— Así te comeré mejor, hija mía.
Y al decir estas palabras, el malvado lobo se arrojó sobre Caperucita roja y se la comió.»
Lo que hace el lobo, por supuesto, no es comerse a Caperucita, sino violarla. El cuento también lleva una moraleja en verso:
«La niña bonita,
la que no lo sea,
que a todas alcanza
esta moraleja,
mucho miedo, mucho,
al lobo le tenga,
que a veces es joven
de buena presencia,
de palabras dulces,
de grandes promesas,
tan pronto olvidadas,
como fueron hechas.»
Tiene razón en muchas cosas la moraleja de esta versión del cuento: sí, no importa que seas guapa o fea, igual que da lo mismo si llevas minifalda o pantalón de chándal, si te cruzas con un hijo de puta tienes que tener cuidado (pero este sería otro tema para otra carta). El peligro para el niño, para la niña, está siempre fuera. Lo peligroso en los cuentos es lo otro, lo extraño, lo desconocido. Caperucita es una heroína, a veces tonta, a veces espabilada, que se enfrenta a lo bárbaro. Lo peligroso es, por supuesto, el bosque. Pero a veces el peligro está en casa. Ya hablamos en nuestra anterior carta de cómo Delphine de Vigan reconstruía la historia de su madre y contaba del posible peligro que esta corrió en su infancia, siendo parte de una familia feliz y unida que escondía muchos secretos. Quizás nuestras familias no son para tanto (o quizás sí), pero siempre existen peligros a la hora de desvelar las mentiras. La pérdida de la inocencia es un momento delicado en la vida infantil, hay que tratarlo con cuidado. Las ausencias que mencionábamos al comienzo que en estas fechas se vuelven más dolorosas pueden ser también una fuente de angustia para el niño. ¿Cómo hablarles, por ejemplo, de la muerte? ¿A dónde ha ido la abuela? ¿Se va «de viaje»? ¿Cuándo va a volver? ¿Es apropiada esta mentira supuestamente agradable o mantiene una esperanza inútil? Construir el mundo infantil con mentiras es una costumbre peligrosa, igual que lo es guardar en secreto lo que duele y lo que emponzoña las relaciones familiares.
Un ejemplo para pensar esto puede ser el personaje de Ziggy en Big Little Lies (HBO). El niño es fruto de una violación y no sabe quién es su padre porque su madre ha intentado protegerle no dándole información. Sin embargo, Ziggy no para de hacer preguntas al respecto. “What about my father?”:
Llega un momento en que su madre entiende que no es suficiente con decirle que «no tiene padre» y le explica a regañadientes que es producto de una violación. Entendemos la dificultad de explicar algo así a un niño que ni siquiera será capaz de comprender lo que es una violación. Es por ello que nos parece un muy buen ejemplo acerca del paso de la mentira a la exigencia de información y, finalmente, la explicación de la dolorosa verdad.
Quizás incluso no solo intentamos proteger el mundo infantil con este tipo de relatos. Como escribíamos en nuestra carta Nena, no te putopilles, a veces damos por hecho que las personas no son capaces de gestionar emociones negativas y, en vez de acompañarles en esos tránsitos complejos, directamente les mentimos. En la carta hablábamos de las típicas frases que utilizamos para romper con alguien: «No queremos lo mismo», «No eres tú, soy yo», «Eres demasiado buena para mí». Estas dinámicas las reproducimos a lo largo de toda nuestra vida: componemos relatos para abordar lo difícil pensando que así aplacamos el dolor. También lo hacemos internamente, con nosotras mismas: a la hora de recordar e interpretar lo que nos sucedió en el pasado ya estamos eligiendo y conformamos una serie de ficciones que nos permiten vivir de manera más cómoda. ¿Es esto malo? ¿En qué medida lo es? ¿Debemos decir siempre la verdad, como dice el señor Kant?
Estamos usando mucho las palabras «verdad» y «mentira», pero, realmente, ¿qué coño es la verdad? ¿Existe solo una verdad? ¿Quién puede conocer la verdad? ¿Es la verdad relativa? ¿Es la verdad algo así como la verdad para mí? ¿Qué tipos de mentiras hay? ¿Es lo mismo mentir que no decir toda la verdad? ¿Qué diferencia hay entre una noble mentira y una mentira piadosa? No lo sabemos, pero adelante.
¿Debemos lidiar con los relatos veraces de lo que pasó o con nuestra reconstrucción de dichos eventos? No creemos que haga falta decir siempre toda la verdad. De hecho, odiamos a las personas que van por la vida de defensoras de la verdad sin importar a quién puedan herir. Quizá no siempre es necesario decirle a tu amiga que no te gusta la falda que lleva puesta. Puede que sea necesario tratar lo complejo con tacto y cuidado, pensando en cada situación hasta qué punto los relatos mitigan el dolor o simplemente lo esconden o entierran. Estos relatos que vertebran los mitos a menudo sustituyen verdades complejas. ¿Qué hacemos con los secretos familiares que se descuelgan de la chimenea?
Si en la primera punzada de invierno advertíamos de la posibilidad de que la familia fuese una farsa colectiva que podía causar mucho dolor, en esta segunda queríamos pensar acerca de la Navidad como ficción. ¿Quizá también como farsa? Dice Juan José Millás en La Navidad supera la ficción que «La Navidad es un país que dura dos semanas al año y que carece de territorio propio». Después de hablar de la cuesta de enero, la magia de los niños, la confusión cultural o de la tensión en la familia, concluye: «La Navidad supera la ficción». ¿Es también la Navidad, como la familia, una ficción? ¿Es la Navidad una ficción que permite legitimar y fortalecer la ficción de la familia? ¿Se necesitan ambas ficciones mutuamente para sobrevivir?
Sin embargo, la farsa colectiva de hoy tiene también que ver con la creencia de que las personas que creemos vulnerables no son capaces de manejar lo complejo. Que tenemos que mentir a los niños y a los mayores para protegerles. Quizá algunas veces sea necesario, pero ¿siempre, en todas las circunstancias?
Como siempre, terminamos con unas canciones:
El Adeste Fideles en latín, un temazo:
Queríamos poner la canción de la mentirosa y ha pasado esto: Inés ha pensado en sus referencias rurales y ha buscado la canción de verbena y Paula, asustada por el ritmo latino inesperado, ha dicho «eso qué coño es» y ha propuesto la versión urbana del señor Civera:
Adelante,
Paula & Inés
Los tres Reyes Magos. La eficacia simbólica. Jesús González Requena. Editorial AKAL. Madrid, 2002.