Queridísimas lectoras:
Por fin hemos superado enero, por fin los días se alargan. ¿Cómo estáis? Nosotras muy contentas después del boom de lectoras esta semana. Bienvenidas a todas y esperamos que disfrutéis del viaje. Estamos deseando desvirtualizar a quienes vendréis al club de lectura de Ernaux y seguir organizando cosas presenciales. ¿Vamos al lío? Hoy queríamos hablar de lo que sucede cuando las personas no cumplen con las expectativas, cuando depositamos en alguien esperanzas ilógicas que no se cumplen. También, sobre el problema de la identidad (pónganse los cinturones). Introducimos el tema a partir de un fragmento de Un amor, de Sara Mesa:
«En realidad, suena grotesco, torpe, inculto, tal como le parecía al principio, cuando lo miraba de lejos y solo era un pedazo del paisaje, nada más. El alemán, un hombre cualquiera, como cualquier otro. Y ella, piensa, se había empeñado en traducirlo, en llevarlo a su terreno. Qué absurda pretensión, se dice. Si no fuese ridículo, sería hasta divertido.»
¿Hacemos esto con las personas? La protagonista de la novela de Mesa cuenta cómo le cuesta ubicar al hombre del pueblo al que se ha mudado y con el que termina manteniendo una extraña relación. ¿Traducimos a las personas a través de nuestra mirada, hacemos construcciones subjetivas inventando, idealizando y transformando a las personas? ¿Es posible construir lo que queremos que una persona sea, aunque no tenga nada que ver con la realidad? Hace unos días, nuestra amiga Marina nos decía:
A veces me doy cuenta de que tengo comportamientos estúpidos con mi novio. Le mando un mensaje críptico esperando una respuesta concreta que, por supuesto, no llega. Y yo sé que no va a llegar, pero cuando no lo hace… ¡me enfado! Y no es culpa de mi novio, es culpa de mis expectativas.
El novio de Marina se queda un poco así:
Volviendo a Un amor:
«Tiene delante a un hombre que encendió algo en ella, algo grande y desconocido, laberíntico e inagotable, pero no siente nada. En los ojos de Andreas había aleteado un mensaje que ella interpretó como el acceso a un poder o a unos conocimientos inasequibles al resto. Pero eso se ha esfumado.»
Quizá no solo traducimos a las personas, sino que interpretamos sus mensajes: sus miradas, sus palabras, sus gestos e incluso sus silencios. Lo que dicen y hacen, pero también lo que no. Muchas veces incluso preferimos hacer nuestras propias interpretaciones que preguntar. Preferimos imaginar lo que esa otra persona siente y quiere y, a través de lo que imaginamos, orientamos nuestras acciones. Es el eterno problema de la falta de comunicación. Se da en amistades, relaciones amorosas, profesionales, familiares. Interpretar, en vez de preguntar. Esto hace que sea posible que alguien nos decepcione no por sus propias acciones, sino porque lo que ha hecho no coincide con lo que nos hemos imaginado que haría. Teníamos unas expectativas que no se han cumplido. Quizá pensamos que una persona es de determinada manera, pero nuestra concepción no se corresponde con lo que esa persona realmente es.
Sin embargo, ¿es posible conocer a alguien como realmente es? ¿Hay algo así como una respuesta válida y modélica a la pregunta «quién eres»? ¿Hay una Paula y una Inés originales? O, por el contrario, ¿existen una Inés y una Paula particulares para cada una de las personas que nos conocen? Inés quiere a su Paula, ¿qué Paula es esta? ¿La comparte con alguien más? Inés es la hija de Puy y Álvaro, la estudiante de filosofía, la nieta de Petra, la amiga de Paula, la vecina de Arnedillo, la alumna de piano, la de Punzadas, la chica de gafas, etc. ¿Es Inés la sustancia y todas esas cosas son accidentes? (Perdón, perdón, todavía tenemos secuelas de las estudiantes que fuimos en primero de carrera leyendo la Metafísica de Aristóteles). El problema de quiénes somos se ha tratado a lo largo de toda la historia de la filosofía. ¿Qué nos hace ser la persona que realmente somos? ¿Qué es aquello que nos hace ser nosotras? No tenemos respuesta, pero os podemos contar algunas cosas que hemos investigado:1
Una de las formas concretas de tratar estas cuestiones es a través de lo que se ha denominado «el problema de la persistencia a lo largo del tiempo» (Bonito nombre, ¿eh? Pues es complicado). Este problema trata de los cambios que sufren las personas a lo largo del tiempo. La gente cambia, claro (aunque hay quien dice que no). A veces te reencuentras con un amigo de la infancia y piensas: dios mío, sigue siendo el mismo. En cambio, a veces te cruzas con tu ex dos semanas después de cortar y el chaval está irreconocible.
En la carta de Amores infieles enlazamos un capítulo de Deforme Semanal donde Isabel y Lucía reflexionan sobre lo doloroso que es quedarse congelada en el tiempo para una persona a la que has hecho daño. A veces cometemos errores y no podemos revertir la concepción que las personas a las que hacemos daño tienen de nosotras. ¿Pensará esa persona, para la que te quedas congelada, que no importan los cambios porque siempre serás la misma? ¿Creen esas personas que somos incapaces de cambiar? Para esa persona el problema de la persistencia en el tiempo no es un problema, porque no cambiarás nunca, siempre serás la que le hizo eso tan horrible. También puede ser que esa persona no sea capaz de sanar sus heridas, de dialogar con el dolor en vez de congelarlo. Y, para ello, prefiere congelarte a ti y que tú vivas con la culpa por aquello que hiciste mal. El caso de la infidelidad es un ejemplo claro, pero puede haber otros. Esas cosas que te despiertan por la noche cuando estás a punto de quedarte dormida y que te recuerdan aquella vez que hiciste el ridículo o metiste la pata hasta el fondo (es la ansiedad, chicas).
No podemos dejar de recordar el famosísimo cuadro de Dalí, La persistencia de la memoria:
Entonces, ¿qué? ¿Cambiamos? ¿No cambiamos? ¿Quiénes somos? ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Dios existe? Vale, perdón, que se nos va. En filosofía se han elaborado principalmente dos posibles respuestas a este problema de la persistencia en el tiempo:
a) La de la continuidad física: lo que hace que seamos nosotras pese a los cambios es que tenemos un cuerpo. Pero, ¡ojo! ¡Ese cuerpo cambia! Engorda, adelgaza, le salen pelos, arrugas, bultos, el tiempo lo atraviesa, hace mella, lo desgasta. Por no hablar de piercings, tatuajes, mechas californianas y septums.
b) La de la continuidad mental: lo que hace que seamos nosotras pese a los cambios son unos determinados estados mentales. Como ejemplo de esta respuesta a favor de lo psicológico recordamos la idea de Locke: la persona es el yo, una entidad mental diferente del ser humano en cuyo cuerpo está encarnado. De esta manera, la identidad es la continuidad de la misma consciencia.
¿Os habéis mareado? Nosotras un poco sí. No vamos a entrar en profundidad en el problema de la persistencia, porque lo que nos interesa es abordar el «problema de quiénes somos» y el problema de cómo vemos a los demás. Hace casi un año, cuando éramos inocentes estudiantes de grado, Félix Duque nos contaba lo siguiente:
Imaginemos la cultura como un arroyo. La corriente general está hecha de trocitos de tiempo congelados que se van deshaciendo y producen adaptación y asimilación. Cuando una cultura se empapa de otra, ambos arroyos se transforman. Asimilamos ciertos rasgos culturales que antes nos eran ajenos. El arroyo es algo cambiante, nunca estático. Si, por el contrario, el agua del arroyo siempre fuese la misma y los cubitos de hielo se quedasen congelados (inadaptados), la cultura sería amorfa y estanca. Por tanto, los cubitos (que son también muertes diminutas, simulacros de tiempo pasado), se diluyen en nuestro presente. Así, un grupo humano sobrevivirá si guarda el pasado mezclándolo con las expectativas del presente: si los cubos no se diluyen en la corriente común, los peces no pueden vivir ni seguir nadando. Así: «el pasado nos incita a pensar que no todo tiene que ser como es ahora, pero que no habrá futuro si nosotros no mezclamos las expectativas presentes con ese pasado que tenemos archivado en diferentes cubiteras (bibliotecas, redes públicas y sociales, instituciones)».
Ahora, ¿no podemos aplicar esta idea a las personas? ¿No deberíamos también integrar los trozos de nuestro pasado en la corriente principal de nuestra vida? ¿No es peligroso que esas «muertes diminutas» permanezcan sin disolverse, las heridas sin sanar? Quizá tenemos que intentar integrar incluso aquello doloroso que nos pasó, porque, como dice Félix: «si los cubos no se diluyen en la corriente común, los peces no pueden vivir ni seguir nadando». ¿Puede vivir una persona que no integra lo que le pasa, sino que vive esquivando el dolor, conviviendo con él, respirándolo? Quizá no se trata de esquivar los cubitos de hielo, ni de cogerlos y lanzarlos lejos del arroyo, sino de asimilarlos e integrar estos «simulacros de tiempo pasado». Igual que hablábamos en cartas anteriores sobre la reapropiación de un lugar que se ha vuelto hostil, hay que integrar lo que nos sucede en nuestro presente. Así, está claro que las personas cambian, que todo lo que nos sucede afecta a quién somos y a cómo percibimos a los demás. Quiénes somos determina el punto de vista desde el que traducimos al resto para encajar en nuestros propios esquemas.
¿Cómo hacemos todo esto? ¿Es el agua del arroyo la que compone aquello que somos? Una de las posibles respuestas al problema de quiénes somos en filosofía son las denominadas «teorías narrativas». En estas teorías se reformula la continuidad psicológica: lo que verdaderamente importa es la narración que contamos sobre nosotros mismos. Strawson elabora la «tesis psicológica de la Narratividad»: las personas experimentan subjetivamente su vida en forma de narrativa, comprendemos nuestra vida a través de la continuidad de una narración. En sus propias palabras: «uno ve, vive o experimenta su vida como una narración o una historia de algún tipo, o al menos como un conjunto de historias». Sobre esto hablamos en Arquitectura del recuerdo.
Entonces, podemos preguntarnos:
I. ¿Está nuestro yo constituido por narraciones? ¿Tiene que ver el yo narrativo con la identidad?
II. O, por el contrario: ¿son los relatos únicamente mecanismos con los que contamos para entendernos a nosotros mismos, pero NO nos constituyen?
Estos relatos están formados muchas veces por etiquetas. Nos cuesta definirnos a nosotros mismos sin mencionar nuestra profesión, por ejemplo. Nos definimos, entonces, más por lo que hacemos que por lo que somos. Ambas cosas están en conexión, por supuesto, pero, ¿qué sucede cuando alguna falta? ¿Por qué a las personas que están en el paro les cuesta definirse, justificar su existencia? En el ámbito profesional también encontramos relatos y etiquetas. En la quinta temporada de El ala oeste de la Casa Blanca, el Presidente Bartlet recibe a un prestigioso pianista norcoreano que quiere desertar el Régimen. Bartlet duda porque esta acción podría descarrilar las negociaciones nucleares que los Estados Unidos está llevando a cabo en ese momento. CJ Cregg, la icónica jefa de prensa de este gobierno ficticio, lo tiene claro: deben acoger al pianista. ¿Por qué? Además de los obvios argumentos que se nos pueden ocurrir en relación con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, CJ dice lo siguiente cuando discute con el Presidente sobre el tema:
This young man's asking for freedom. It's what this country was built on; everyone's from somewhere else, some place less free. That's my argument.
El hombre está pidiendo libertad. Este país está fundado en eso; todo el mundo viene de otros lugares, lugares menos libres. Ese es mi argumento.
¿Por qué CJ está tan decepcionada con el Presidente cuando finalmente este se niega a concederle asilo al pianista? Porque Bartlet ha roto una etiqueta que ella asociaba a él: la de defensor de la libertad, de los Derechos Humanos. El momento en que le dice: It’s not that I disagree, sir. I’m disappointed / No es que no esté de acuerdo, señor. Estoy decepcionada en el despacho Oval es fuerte.
Entonces, ¿las historias que nos contamos sobre nuestra propia vida son lo que somos o son solo una forma de intentar comprendernos? Joan Didion, en su libro Noches azules, explora el dolor por la muerte prematura de su hija Quintana. El libro es una reconstrucción de la vida de Quintana y del papel como madre de Didion y tiene fragmentos como este:
«Cuando empecé a escribir estas páginas, yo creía que iban a tratar de los hijos, de los que tenemos y de los que desearíamos tener, de las formas en que dependemos del hecho de que nuestros hijos dependan de nosotros… […]. De las formas en que nuestras inversiones emocionales en los demás siguen estando demasiado viciadas como para poder ver a los demás con claridad. Pero a medida que las páginas avanzaban se me ocurrió que su tema real no era para nada los hijos […]: su tema real era esta negativa a abordar dicha consideración, la negativa a afrontar las certidumbres del envejecimiento, la enfermedad y la muerte.»
En realidad, el libro trata de ambas cosas: de esto último que Didion menciona, pero también de esa incapacidad de ver a los hijos tal y como son. Didion se da cuenta de que Quintana «ya era una persona» mucho antes de que ella se diera cuenta. Cuando la niña tenía cinco años ya mostraba rasgos fuertes de personalidad, ya se distinguía de quienes la rodeaban, pero Didion solo ve eso muchos años más tarde, cuando echa la vista atrás.
Cuando los hechos se organizan para formar un relato, ¿se incorporan de manera objetiva o, por el contrario, los transformamos? Fernando Broncano en Sujetos en la niebla: narrativas sobre la identidad expone varios problemas que podemos encontrar en las identidades narrativas. Uno de ellos es el del escepticismo: «¿Cómo no sospechar de las narraciones como fabulaciones o confabulaciones?» ¿No es posible confundir la persona con el personaje, el sujeto con su proyección imaginaria? Quizá la narratividad no es una forma seria y robusta para afrontar cuestiones como la identidad, racionalidad o agencia. Si tenemos dudas acerca de las historias que contamos sobre nosotras mismas, ¿qué pasa con los relatos que hacemos sobre los otros? ¿Cómo construimos la idea de lo que los otros son? ¿Y qué pasa con las personas que no conocemos sino a través de otros?
La farsa colectiva de hoy es que tu concepción de lo que una persona es coincide con lo que esa persona es en realidad. Que todos nos conocemos profundamente, sabemos quiénes somos y siempre actuamos conforme a nuestra concepción del mundo, valores y creencias. Que no idealizamos, juzgamos y enfocamos a las personas a través de nuestra mirada. Que no es posible enamorarse de tu idea de alguien y que, después, esa persona te decepcione al no coincidir con tu idea de lo que es. Podemos ver esto en una escena de Girls, cuando Booth Jonathan le explica a Marnie que, aunque aparentemente todo el mundo le admira, nadie le conoce realmente:
Marnie: Desde hace tiempo soy fan de tu trabajo y me gusta mucho cómo es tu vida y me he puesto este vestido y me gusta tu casa.
Booth: ¿Y has disfrutado más estando conmigo o con mi trabajo?
Marnie: Sinceramente, quizá me enamoré de la idea que tengo de ti […].
Booth: Por esto no puedo salir con nadie. Todos me quieren solo por la idea que se han hecho de lo que soy. Tú en el fondo no me conoces.
Además, no solo es muy complejo conocer a los demás, sino también lo es el autoconocimiento. ¿No os atoráis mucho cuando os piden que hagáis una breve descripción sobre vosotras? Podéis decir lo que estudiáis, cuál es vuestro trabajo, pero ¿qué hay más allá de todo eso? ¿No cambia nuestra concepción de nosotras mismas a lo largo del tiempo?
Joan Miró hizo en 1937 un primer autorretrato mirándose al espejo durante meses (un calvario). Más tarde, en 1960, hace una nueva versión del mismo retrato:
En Autorretrato II hay una superposición entre el Miró de ayer y el de hoy. El primero, pintado durante la Guerra Civil, expresa dramatismo, tensión. El segundo presenta a un nuevo Miró irónico y contradictorio a través de un trazo infantil y grueso.
Parece que hay que tener cuidado porque abordar la cuestión de la identidad personal mediante lo narrativo no es fácil. Podemos contarnos la historia que más nos conviene oír, eliminar lo que nos duele y focalizarnos en lo que nos gusta. Crear distintos personajes de lo que somos, tener distintas historias inventadas sobre nuestra propia vida. Ricoeur advierte sobre estas posibilidades al decir que «asimilar la vida a una historia no es obvio ni trivial». El sujeto debe apropiarse de sus acciones y organizarlas en una estructura con sentido para él: no consiste en crear un relato ficcional, imaginario o fabulístico, sino en analizar los sucesos que te ocurren desde el autoconocimiento. Añade Broncano: «Examinar la vida es entramarla, sintetizar elementos heterogéneos en una historia».
Todo esto, creemos, no es nada fácil. Traducimos a los demás, pero también a nosotras mismas. Creamos relatos de lo que somos y de lo que los otros son. Idealizamos, transformamos y organizamos a través de narraciones los sucesos, encuentros y desencuentros de nuestra vida. Nosotras no sabemos quiénes somos, ni si hay una Paula y una Inés originales. Sin embargo, seamos lo que seamos, creemos que para entramar nuestra vida de manera honesta, tenemos que incorporarlo todo: lo que es agradable y lo que no. No es bueno congelar el dolor ni a las personas, ni fingir ser algo que no somos. Quizá, volviendo al arroyo, sea deseable que el sol brille y el hielo (esas muertes diminutas y simulacros de tiempo pasado) se derrita. Que el agua que surge fruto del deshielo se incorpore a la corriente del arroyo que es nuestra vida.
Inés en el coche buscando arroyos:
El arroyo:
Unas canciones para terminar:
There's a dead girl in the pool / I don't know what to do / I'm the dead girl in the pool
Hay una chica muerta en la piscina / no sé qué hacer / soy la chica muerta en la piscina
Fickle and changeable / Semper femina
Voluble y cambiante / Semper femina
Adelante,
Inés & Paula
Os dejamos algunas lecturas: el artículo de Alfonso S. Corcuera para SEFA sobre la identidad personal. También es interesante su tesis doctoral. Dentro las teorías narrativas hay distintas versiones: unas de corte más hermenéutico (Taylor y Ricoeur) y otras de corte analítico (Dennett y Schechtman). Libros fundamentales sobre estas cuestiones son Fuentes del yo de Taylor y Sí mismo como otro, de Ricoeur.